Capítulo 18

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By Bill.

Seguía lloviendo cuando volví a abrir los ojos, aunque el agua ya no me caía encima. Podía oír los repiqueteos de las gotas chocando contra los cristales de la ventana a un ritmo hipnotizador. Podía respirar con cierta facilidad, aunque seguía sintiendo los pulmones cargados. Estaba en una cama y tras escasos segundos, volví a cerrar los ojos, agotado. ¿De verdad había nadado durante horas y alguien me había rescatado del mar? Porque así me sentía, como si hubiera nadado kilómetros y kilómetros, de una punta del mar a otra. Intenté moverme, pero enseguida rechacé la idea. Era como si un peso muerto me aplastara contra el colchón. Estaba helado y la espalda me dolía de tanto tiritar hasta que algo me cayó encima, haciéndome entrar en calor. Una sábana me cubrió el cuerpo y un aliento caliente me rozó la mejilla. Fruncí el ceño y me volví en la cama, huyendo de una molesta sensación.
Había soñado que, durante días y días, nadaba sin parar en medio de un mar embravecido y helado, buscando algo que nunca encontraba. A cada brazada que daba, más cansado me sentía y más se me llenaban los pulmones de agua, hasta que, finalmente, me dejé vencer por las olas y me hundí en ninguna parte, pasto de los tiburones. Había sentido una gran desesperación, pero ahora, despierto, aunque sin ser capaz de abrir los ojos, sabía que todo había sido una horrible pesadilla, por muy cansado que me encontrara.

-Hum... - gruñí, cuando algo húmedo, como una esponjita, me cubrió los labios. Los acarició y me traspasó calor. El contacto era un poco áspero, pero agradable. Me tembló el cuerpo entero y se me aceleró la respiración. Conocía aquel roce a la perfección y encogí la cara. La esponjita se apartó un poco, pero enseguida volvió a frotarse contra mi boca con más insistencia. Se cerró sobre mis labios y atrapó el inferior. Lo aplastó melosamente hasta que se escapó. Yo seguía caminando al borde de la inconsciencia y la realidad al oír la voz.

-Eres un Muñeco muy malo. – escuché. Supe que era Tom e intenté abrir los ojos, pero me pesaban una tonelada. – Siempre he sabido que las películas de dibujos animados son pura fantasía, pero tenía que intentarlo. Por lo visto, no todas las princesas se despiertan cuando el príncipe las besa. – le oí murmurar. Me estaba hablando al oído. Podía sentir la humedad de su lengua rozándome. – Puede que sea porque esto es el mundo real, no una película de Disney... o puede que sea porque yo no soy el príncipe adecuado. Soy el príncipe engreído y malo que muere cuando el bueno le atraviesa con su espada tras una gran batalla, en un acto de valentía. El príncipe bueno se queda con la princesa y no se vuelve a saber nada más del malo. Quizás sobrevivió al ataque, pero a nadie le importa saber qué ocurrió con él. – Tom se separó de mí. Su mano, aparentemente lejana, me acarició la frente y me retiró el pelo de la cara. Luego, para mi sorpresa, me besó la sien, pegando los labios a ella. El sonido casi imperceptible de sus labios contra mi piel me provocó una descarga eléctrica que me hizo suspirar de gusto. Después, se apartó. – Si te despiertas pronto... te prometo que seré un buen Amo. – murmuró. – Pero tienes que despertarte ya.

Oí unos golpecitos fuertes y seguidos. Parecía el golpeteo de algo duro contra madera.

-Ya estoy aquí, Tom. – pronunció una voz familiar.

-Quiero saber qué le pasa. Ya. ¡Ahora!

-A ver qué puedo hacer... eh... ¿a dónde vas?

-Tengo que salir un rato. Si se despierta, que no se mueva de aquí.

-Pero tío, tengo que verte la oreja, no tiene buena pinta... eh, oye... ¡Tom! – lo llamó el desconocido que acababa de entrar. Su voz me resultaba muy familiar, pero no era capaz de clasificarla. – A ver qué cojones hago yo ahora contigo, maldito marica.

Entonces, me volví a dormir profundamente.

Soñé que estaba en mi mundo perfecto. Me desperté en Hamburgo, con un cuerpo sano, sin cicatrices de ningún tipo y con las costillas perfectamente ocultas tras una buena proporción de carne endurecida. Era tan musculoso como cuando practicaba natación y mi pelo brillaba cuando los rayos del sol le golpeaban. Mamá estaba siempre contenta y Gordon era mi padre biológico. Georg y Gustav seguían siendo mis mejores amigos y en la universidad, la gente siempre me tenía en cuenta y me respetaba y admiraba. No había guerras, no había contaminación, ni barrios bajos ni altos. Todo el mundo era feliz porque todo el mundo tenía pareja y no necesitaban nada más. Un mundo de parejas... pero yo no tenía pareja, porque era hijo único. En su lugar, tenía una azucena que nunca se marchitaba. Pero no era suficiente, ni de lejos.

-Ah... - en mitad de aquel sueño sin esperanza, sentí el doloroso pinchazo de un pellizco. Mis primas pequeñas, Lena y Helena, las mellizas, estaban jugando conmigo como si fuera una de sus muñecas Barbie. Me tiraban del pelo, intentando hacerme una gran trenza y me pintarrajeaban la cara con pintalabios. Me cambiaban de ropa y me ponían un vestido de color rosa y un lacito en el cuello. Yo no podía moverme ni resistirme y, entonces, me metieron dentro de un paquete enorme de color azul intenso y me dejaron tirado en la puerta de una casa enorme. Tocaron al timbre y corrieron. Tom abrió la puerta y me miró. Intenté moverme otra vez para echar a correr al ver sus manos descender hasta mí y cogerme en brazos, alzándome por debajo de las axilas. Me observó con ojo crítico y me subió el vestido de princesita hasta por debajo de los brazos. Yo me ruboricé y Tom se rió con maldad.

Entonces, fue cuando me pellizcó en el brazo. Pensé por un momento que me tenía atado de pies y manos en una especie de juego sadomasoquista y que me azotaría el culo con un látigo o algo así, pero el dolor de pinchazo se acentuó más, y más, y más, y más... y yo abrí los ojos.

-¡UUAAH! – grité de dolor. Lo primero que vi fueron las sábanas de la cama. Luego, oí los ladridos estridentes de Scotty y los zarpazos que le dedicaba a la puerta, sacudiéndola violentamente para intentar entrar. Después... vi la aguja clavada en mi brazo. - ¡AAAHH! ¡Una aguja! ¡Quítamela! ¡Quítamela! – empecé a sacudir el brazo libre de un lado para otro y golpeé algo con el dorso de la mano que cayó al suelo de culo.

-¿¡Qué coño haces, pedazo de loco!? – cambié la dirección de mi mirada y me encontré a nada más y nada menos que al mismísimo Príncipe de rizos dorados. Mi enemigo, mi rival, Aaron.

-¡TÚ! – grité. Entonces, todo encajó. - ¡Estás intentando matarme!

-¿¡Qué!?

-¡Toooom! ¡Quiere matarme! ¡Tooooooooom!

-Tú eres... ¡Estoy curándote, histérico!

-¡Yo estoy muy sano! ¡Quítame esa aguja del brazo, odio las agujas! ¡Tooom!

-¡Cállate! ¡Tom no está!

-¡Mentira! ¡Tom nunca me dejaría solo contigo! ¡TOOOOOOM! – Volví a gritar. Me dolía el brazo por la aguja clavada, pero no me atrevía a quitármela yo solo. Era sumamente aprensivo para las agujas y las enfermedades. - ¡TOM! – de repente, Aaron se levantó del suelo de un salto y me agarró la mandíbula con una sola mano, apretándola.

-¡Cállate!

-¡Suéltame! ¡Ya intentaste matarme una vez tirándome al fuego, loco de mierda! – me apretó más fuerte, endureciendo el agarre hasta que mis mejillas se hundieron por la fuerza de sus dedos. -¡Phetoo a leee meerdoo! – escupí, aunque mis palabras fueron incomprensibles. Aaron dobló los labios en una sonrisa maligna.

-Eres gilipollas rematado, Muñeco.

-¡Ne me llames Mueco! – y, en un visto y no visto, llevó la otra mano hasta la aguja y la jeringuilla que colgaba de ésta y me la sacó de un pequeño tironcito. Observé la jeringuilla repleta de sangre y acto seguido, me miré el diminuto moratón del brazo. Unas diminutas gotitas de sangre descendían por él. Me mareé, pero no por asco. Tuve ganas de vomitar y me sentí tan cansado de repente, que tras el brusco empujón de Aaron que me hizo caer de nuevo en la cama, fui incapaz de levantarme. – Argg...

-Mareado ¿verdad? Flojo quizás... es lo que tiene la falta de hierro y glóbulos rojos o, en otras palabras, la anemia. – dijo él, aun sonriendo con autosuficiencia.

-¿Anemia? ¿Soy anémico?

-No. Tienes anemia. Es diferente de ser anémico. – cogió un paño blanco de encima de la mesa y con él, retiró la aguja, la cual guardó en dicho paño. Observó el tubito de la sangre, situándolo a la escasa luz del sol que penetraba por la ventana. – Hum... tienes un color de sangre muy bonito, Billy. No es azul como yo me esperaba, pero algo es algo. Un poco más clara de lo normal.

-¿Qué piensas hacer con mi sangre? ¿Bebértela? Creo que estás como una puta cabra, tío.

-No digas gilipolleces, Billy. Eres mi paciente, solo te estoy tratando y para aconsejarte un tratamiento, necesito evidencias. Tal vez no tengas anemia, aunque a juzgar por tu aspecto... creo que, si la tienes, es la menor de tus preocupaciones. – Aaron se agachó sobre el escritorio, abrió un maletín que parecía de metal y sacó papel y bolígrafo. Escribió algo en el papel y lo despegó. Me sorprendió descubrir una pegatina que aplastó contra el tubito de la sangre para después, meter todo dentro del maletín otra vez. – Dentro de unos días tendré los resultados del análisis y te diré las vitaminas que necesitas tomar. No creo que tengas mucho más. Quizás una pequeña infección en la vejiga a juzgar por el color de tu meado.

-¿¡Mi meado!? ¿¡Tienes mi meado!? ¡Yo no he meado en ningún tarro! – Aaron me enseñó todos sus perfectos y brillantes dientes.

-Oh, sí lo has hecho, pero estabas dormido y ni te has enterado. – bajé la mirada a mi cuerpo cubierto por una fina manta. La alcé y vi mi completa desnudez. Me tapé otra vez.

-¿Por qué estoy en pelotas?

-Un médico necesita cerciorarse de ciertas cosas antes de operar...

-¿¡Me has abierto el canal!? – volví a alzar la sábana, buscando una enorme cicatriz que fuera desde el pecho hasta el estómago. Por suerte, no encontré ninguna. Volví a mirar a Aaron. – Oye, tío, estás loco. ¿Dónde está Tom? Quiero ver a Tom.

-Te he dicho que Tom no está en casa.

-No te creo. ¡No puede haberme dejado con un loco como tú!

-¡Soy tu puto médico! – exclamó, acercándose peligrosamente a mí. Yo retrocedí en la cama, sentándome en ella y dejando caer la sábana sobre mi regazo.

-¡Enséñame tu licencia! – Aaron se quedó callado, con un ligero tic en el ojo.

-La tendré dentro de dos años. – alcé una ceja.

-¿Dentro de dos años? Espera, espera... ¿cómo que dentro de dos años? ¿Estudias medicina acaso? – el Príncipe alzó la cabeza con pose indignada.

-¿Acaso te crees que cualquiera puede clavarte una aguja y extraerte la sangre sin que le tiemble el pulso?

-¿Los que hacen eso no son los analíticos?

-¡Qué más da! ¡Sé dónde tienes las venas y punto!

-Pero si estudias medicina y dentro de dos años te licencias... ¿cuántos años tienes? – murmuré. Aaron se cruzó de brazos. Por su expresión soberbia, supuse que estaba orgulloso de su edad.

-Veinticuatro, Muñeco. ¿Qué te creías? ¿Qué era un mocoso como tú? – pestañeé, incrédulo. No podía ser. ¡Pero si le sacaba casi una cabeza!

-Eres un enano.

-Soy tu médico y como me calientes la cabeza, te meteré laxantes en la comida, a ver si cagas toda la mierda que echas por la boca.

-Pero ¿qué hace un viejo como tú en el grupo de Tom? ¡Qué mi hermano es cinco años menor! ¡Eres un pedófilo! – el Príncipe soltó una risita sarcástica.

-Habló el incestuoso.

-Nunca llevaré a mis hijos a tu consulta.

-Como si los fueras a tener y a mí me importara lo más mínimo. – caminó hasta mí y se sentó al borde de la cama. Yo me aparté todo cuanto pude, hasta que mi espalda se golpeó contra la pared. – Mira, Muñeco...

-No me llames Muñeco.

-Como sea, Bill. Tu hermano me ha pedido que cuide de ti hasta que vuelva y puesto que me ha obligado a atenderte, ahora eres mi paciente. Si te mueres, Tom me echará la culpa y meterá mi cabeza en la batidora, así que tengamos la fiesta en paz. Yo no me meteré contigo durante las próximas cinco horas y tú a cambio, no intentarás matarte y comerás algo, ¿de acuerdo?

-No. Prefiero que Tom meta tu cabeza en la batidora, por calienta pollas. – Aaron suspiró profundamente. Le vi mover los labios, contando despacio desde uno hasta diez. Después, volvió la cabeza hacia mí.

-¿Sabes lo que es un ángel de la muerte?

-Hum... ¿Un tío con alas que se carga a gente?

-En medicina se les llama ángeles de la muerte a los enfermeros que matan a sus pacientes de forma lenta e imperceptible. Conozco plantas capaces de hacer que dejes de respirar y que no dejan rastro. ¿Te gustaría probar alguna? – me quedé callado, haciendo caso por una vez a mi escaso sentido de la razón.

-Tú no te metes conmigo y yo tampoco contigo.

-Hecho. – estuve a punto de alzar la mano para estrecharla con la suya, pero supe que sonaría estúpido. No éramos amigos, solo dos tíos que montaban una tregua por necesidad, nada más. Aaron se levantó de la cama de Tom y se dirigió hacia la puerta. La abrió y Scotty, de dos saltos, se situó a mi lado, ladrando y chupeteándome la cara.

-¡Scotty! ¡Arrgg, no, qué asco perro malo! ¡Ahh, jajaja! – me reí cuando su hocico húmedo se aplastó contra mi nariz. Jugué un poco con él y me sentí culpable por no ser capaz de sacarlo a la calle. Le tapé el hocico con la mano e impedí que abriera la boca hasta que se revolvió hecho una fiera y empezó a sollozar. Le acaricié el pelaje color canela y le prometí en voz baja que cuando Tom llegara, lo sacaría a dar una vuelta. Nos quedamos unos minutos a solas, hasta que Aaron regresó con una bandeja cargada de comida preparada en la mano. La dejó sobre el escritorio, a mi lado. Lasaña, carne, sopa de verduras y un vaso de leche fresca, todo en uno. Se me hizo la boca agua. Lo cierto era que tenía hambre.

-Cómetelo. Tom se ha gastado un pastón en llenar la despensa y el frigorífico para ti. – asentí con la cabeza y muerto de sed, me bebí la leche de un tragó. Luego, empecé con la lasaña. Scotty se bajó de la cama entonces y se alzó sobre una pata, pidiéndome comida. Le di un pedacito de carne con tomate que se zampó de un bocado. La lasaña estaba buenísima y me la tragué en escasos cinco minutos. – Bueno, por lo menos ahora sé que anorexia no tienes. – no le contesté. Tenía la boca llena. Scotty se situó al lado de mi enemigo y empezó a ladrarle, intentando llamar su atención. Aaron le acarició la cabeza y mi perro se dejó con un gesto dócil. Me pareció curioso. Scotty apenas se dejaba tocar por hombres. Extrañamente, se dejaba tocar por cualquier chica, pero con los hombres era otra cosa. – ¿Éste es uno de los cachorros de Guetti? – asentí con la cabeza, dejando el plato de lasaña limpio sobre la mesa y empezando con el de carne. – Me olerá a mis perros, Zhansa y Dunkan.

-¿Tienes perros? – pregunté.

-Me los regaló Tom. Son hermanos de tu perro.

-¿En serio? – miré a Scotty, que se restregaba contra las piernas de Aaron, juguetón. – Guau, Scotty, un día podrás jugar con tus hermanos... si el Príncipe quiere. – él se encogió de hombros frente a mi petición muda.

-Si tu perro tiene cuidado... Zhansa es hembra y está en celo.

-¿Y qué? Es su hermana, ¿no? – Aaron me miró como si fuera idiota.

-Ni que eso les importara a los animales. Se follan entre ellos ya sean hermanos, padres, hijos, cuñados, lo que sea. – observé a Scotty pegando botes, siempre con la cabeza alta. Era un perro muy orgulloso. Apreté el cuchillo y el tenedor con dedos flojos, pensativo.

-¿Por qué crees que lo hacen? – pregunté.

-¿El qué?

-Eso de emparejarse con sus hermanos y hermanas. Los animales tienen sexo entre ellos sin importarles quien les haya parido ni la sangre que corre por sus venas. ¿Por qué lo hacen? – Aaron sonrió.

-Estás pensando en ti y en tu hermano, eh. – encogí el cuello, incómodo. – Bueno, en realidad no se emparejan. Los animales no tienen moral ni normas, no tienen conciencia. Se mueven por instinto y el instinto les dice que copulen y tengan descendencia, solo eso. Para ellos no está mal tener hijos con sus hermanas y hermanos. Y en realidad, a nosotros tampoco debería importarnos, ya que venimos de los monos. La moralidad, la razón, la conciencia y los sentimientos nos diferencian de los animales, pero a veces pienso que sería mejor ser animales que humanos. Gracias a nuestra tan querida razón, pronto nos destruiremos a nosotros mismos. – bajé la cabeza y dejé de comer. Se me había quitado el apetito de repente.

-Tom piensa lo mismo.

-Sí, bueno... hay muchas personas que piensan lo mismo.

-Entonces, ¿acostarse con tu hermano es bueno o malo? – pregunté sin pensar y al momento, me sentí avergonzado. Necesitaba una respuesta clara. Lo cierto era que me había pasado los últimos meses dándole vueltas a la misma pregunta, pero tenía demasiado miedo de la respuesta. Me consideraba un cobarde por ello, por huir otra vez. Había abandonado tantas cosas por miedo...

Por algún motivo, Aaron se quedó mirándome fijamente, con esos ojos tan calculadores y fríos que poseía. Me daba la sensación de que su respuesta sería tan hiriente como decirle a un paciente que moriría de cáncer dentro de un mes.

-Cuando conocí a tu hermano me hice la misma pregunta, aunque en referencia a la homosexualidad.

-¿Cómo conociste a mi hermano? – no pude evitar preguntar. Aaron se sentó en la silla del escritorio del revés, apoyando los brazos en el cabecero.

-Yo estaba de prácticas, observando el trabajo de los profesionales en el hospital. Ya había terminado mi turno con uno de los enfermeros al que me habían asignado, me cambié para irme a casa y cuando fui a coger mi Porche, de la nada, apareció un todo terreno negro y aparcó delante de mí, impidiéndome salir. Abrí la puerta del coche y fui directo a la ventanilla del conductor. Cuando llamé, se abrió la puerta de un tirón y Black salió con Tom a cuestas con una herida bastante fea en la pierna. Kam se la había atravesado como un pincho moruno en uno de sus arranques de locura, además de hacerle varios cortes y magulladuras de las que ahora no me acuerdo. En cuanto vi la sangre y Black me pidió ayuda, me entró un ataque de pánico. Tom estaba vomitando y eso no era buena señal. Se estaba desangrando y probablemente habría perdido la pierna de no ser por el torniquete mal hecho que le hicieron. Yo me puse tan nervioso, que me quedé paralizado y Black me pidió que me quedara con Tom mientras él iba a avisar a alguien del hospital. Me quedé con él, sentados los dos en las escaleras. Tom no paraba de vomitar y yo cada vez estaba más nervioso. Estuve a punto de ponerme a llorar como un crío cuando tu hermano dijo "¡Bah, no me duele tanto! ¿No crees que mi amigo es un exagerado? No llores, Ricitos de Oro, ni que fuera tu puto hermano" Intentó ponerse de pie y yo lo agarré. Se me cayó encima y gracias al golpe, reaccioné. Me levanté y lo puse en pie. Le puse bien el torniquete, apretándoselo con mi cinturón. Tu hermano apretaba los dientes, pero nunca gritó ni se quejó. "Si no me cortan la pierna, te regalaré un osito para tu cumple, Ricitos", me dijo. Momentos después estaba en una camilla y se lo llevaron dentro. Fue mi primer paciente. – sonrió y negó con la cabeza. Aquello parecía hacerle mucha gracia. – Pensé en él toda la noche y al día siguiente, fui a verle... pero ya se había ido.

-¿Se había ido? – Aaron asintió.

-En cuanto supo que su pierna se curaría, no atendió a razones y se largó. Estuve buscándolo durante meses, no sé muy bien por qué, pero quería verle. Había sido mi primer paciente. Fue como perder por segunda vez la virginidad y necesitaba saber qué había sido de él, si le había curado, si estaba bien gracias a mí... me salté un par de normas y rebusqué entre los archivos del hospital para conseguir su dirección. Luego fui a verle a su casa y cuando abrió la puerta con esas pintas, como si no hubiera dormido en días, medio desnudo... bueno, imagínatelo. – se me escapó una sonrisa. Tom tenía un encanto natural para esas ocasiones. – Lo sorprendente fue que me reconoció enseguida y ¡joder, me quedé flipado cuando me dio aquel oso de peluche como agradecimiento!

-¿Te compró un oso de peluche? – Aaron asintió, riéndose.

-El tío lo había comprado, sin más, sin saber si iba a volver a verme o no, y me lo dio en cuanto me vio. Después de eso, me invitó a pasar como si me conociera de toda la vida y tras invitarme a unas birras, me dijo que llevaba días con un dolor insufrible en la pierna. Le dije que podía intentar curársela y se quitó los pantalones para enseñarme la herida. Se quedó casi en bolas y yo más paralizado incluso que la noche en la que lo conocí. Le desinfecté la pierna y a partir de entonces, fui todos los días a curársela personalmente hasta que se recuperó por completo. Entonces, un día me dijo "Oye, Ricitos o Principito, como sea... por aquí nos hacemos daño a menudo y nos vendría bien un poco de ayuda. ¿Querrías echarme una mano?" y quedé Encadenado a tu hermano, como todos los que le siguen. Cuando me propuso unirme a ellos, salí de su casa preguntándome si la homosexualidad era buena o no, si estaba haciendo lo correcto, si no me había vuelto loco.

-¿Y encontraste respuesta? – Aaron ladeó la cabeza, pensativo. Se pasó una mano por el pelo dorado y rizado y asintió, orgulloso.

-La respuesta fue que, aunque la homosexualidad fuera mala o buena, yo me la machacaría igual cuando llegara a casa. ¿A quién le importa que sea bueno o malo? ¿Cambiará algo la situación? Algunos hombres seguirán enamorándose de otros hombres y seguirán teniendo sexo con ellos, como cualquier hombre puede tener sexo con una mujer. Las chicas, lo mismo. El sexo forma parte de la naturaleza. Algunos lo hacen para tener hijos y otros por placer, otros por amor, al igual que siempre habrá hombres o mujeres que odien a los maricones y maricones que odien a hombres y mujeres hetero. El odio, el amor, el sexo... toda esa mierda forma parte del hombre y habrá quienes acepten diferentes facetas del sexo y quienes renieguen de ellas. Eso no debería afectar nuestras decisiones. – me lo planteé seriamente. Aaron me había sorprendido. Cuando lo conocí parecía un niñato malcriado y egoísta, pero ahora hablaba como un auténtico adulto y eso me desconcertaba. Era mayor que yo y eso también se notaba. - ¿Te ha dado toda esta cháchara una respuesta a tu pregunta?

-Creo que sí.

-¿Puedo saber cuál? – me encogí sobre la cama y Scotty, de un salto, se situó a mi lado, alzándose fiero como la estatua de un gran perro guardián, o de un lobo.

-Da igual lo que haga o diga. Siempre habrá gente que considere lo que yo he hecho como incesto, algo asqueroso y de enfermos. Eso no quiere decir que sea malo o bueno, solo quiere decir que hay muchas maneras de verlo.

-¿Y cómo lo ves tú?

-¿Yo?... Yo solo estoy enamorado de mi hermano. Solo quiero estar con él y creo que... eso no es malo. Solo quiero ser feliz, como todo el mundo y para ello, no mato ni engaño a nadie, no chantajeo ni hago daño a personas inocentes. Yo solo... solo amo. Sólo quiero estar con él.

-Ajá.

Y llegó el momento del silencio. Aaron no se movió de la silla y yo me quedé callado, sin saber qué decir. Tras un par de minutos, volví a llevarme la carne del plato a la boca. Estaba muy hecha y crujiente. El aceite y la salsa se me escurría por la barbilla y continuamente tenía que restregarme el brazo por los labios. El Príncipe me observaba, consciente de que necesitaba un trapo o una servilleta, además de otro vaso de leche o agua, pero no se ofreció a servírmelo y yo no me molesté en pedírselo.
La sopa de verduras no me gustaba. Se había quedado medio fría y cuando la probé, el desagradable sabor del brócoli me atacó las papilas gustativas. Encogí la cara y empecé a comer, aguantando la respiración. Me tragué medio plato y el otro medio, lo rechacé.

-¿Sabes qué aspecto tenía tu hermano cuando lo conocí? – me preguntó Aaron. Yo negué con la cabeza. – Tenía exactamente el mismo cuerpo que tú tienes ahora. El pecho hundido, la barriga hinchada, las costillas marcadas, los brazos tan finos que daba la sensación de que se romperían al más mínimo toque. Era vomitivo. – señaló. – Pero no era culpa suya. Él quería comer, siempre tenía hambre, pero no podía permitírselo. Tenía que gastarse el dinero en su madre tetrapléjica. Lo gracioso es que, cuando yo lo conocí, estaba en una de sus mejores etapas. Por lo que he oído, tu hermano tenía gusanos en las tripas la primera vez que se desmayó en mitad de la calle, muerto de hambre. – Aaron sonrió y a mí se me quedó la garganta seca. Volví a por la sopa de verduras y no solté el plato hasta que lo dejé limpio y reluciente. – Eso está mejor. Tom se quedará más tranquilo y se enfadará menos si ve que comes... y que dejas de cortarte. – me observé las heridas de los brazos con ojo crítico. Los últimos cortes estaban empezando a cicatrizar.

-¿Tom lo ha visto? – murmuré, pálido

-Te ha traído a rastras hasta aquí con un brazo dislocado. Yo diría que sí.

-¿Un brazo dislocado? – recordé aquella imagen vagamente. La ventana del cuarto de Ricky, yo con la navaja en la mano a punto de cortarme otra vez, el grito de Tom, el gran "¡NO!", alcé la cabeza y Tom y yo cruzamos miradas un microsegundo antes de que se cayera del alfeizar.
Después, salí de la habitación corriendo. Ricky se despertó y me preguntó a dónde iba. Yo no le contesté y fui corriendo detrás de él. Entonces... fue cuando me dijo que volviera a Hamburgo, que le había traicionado, que ya no era un Encadenado. Yo no pude sostener mi propio peso y me caía al suelo. – Debería llamar a Ricky.

-Ricky ya lo sabe. Ha venido a verte por la mañana temprano, pero a Tom la preocupación le vuelve bastante irracional y rabioso, así que la ha echado.

-¿La ha echado? Pero... ¿Quién se cree que es él para...?

-Ricky tiene suerte de que no le haya dado una paliza, así que debería estar contenta y tú deberías quejarte menos. – decidí que tenía razón, en parte. No era momento para preocuparse por Ricky si Tom no le había hecho nada.

-¿Mi hermano está bien? – Aaron rodó los ojos por toda la habitación.

-No lo sé. Cuando llegué había conseguido colocarse el hombro él solo, pero sangraba por un oído y no me dejó mirárselo. Salió corriendo, no sé a dónde. - Asentí con la cabeza, preocupado. Recordé que me había hablado a voces cuando conseguí alcanzarlo en mitad de la lluvia. Le había costado trabajo entenderme, o tal vez, oírme.

-¿Podría quedarse sordo?

-No lo sé.

-Quiero verle.

-Pues vas a tener que esperar a que vuelva. Si te dejo salir y te pasa algo, yo tendré la culpa. – se levantó de la silla y caminó hasta la puerta. – Sé un niño bueno y duérmete. Recupera fuerzas, Las vas a necesitar porque cuando te cures y dejes de ser mi paciente, juro que iré a por ti y te machacaré.

-¡Lo mismo digo, Ricitos! – el Príncipe, muy digno y con la cabeza alzada, tal y como un príncipe haría, salió por la puerta con porte elegante. Yo esperé pacientemente sentado en la cama, con Scotty tumbado a mi lado. Escuché el sonido de la puerta del salón cerrarse y la tele encendiéndose y cuando estuve seguro de que Aaron tendría que concentrarse para poder oírme, me levanté de la cama. Me mareé un poco, pero enseguida recuperé el equilibrio y me dirigí al armario, con Scotty siguiéndome con la mirada, curioso. - ¡Shhh! No se te ocurra ladrar ahora, eh. Voy a salir un rato. Volveré luego.

-¿Y quién cojones me sacará a la calle? ¡Que yo también tengo mis necesidades, capullo! – me pareció que decía mi perro con la mirada y me reí, bajito. Scotty había puesto una cara, que no podía interpretarse de otra manera.

Yo rebusqué por el armario algo de ropa de mi hermano. Me coloqué uno de sus bóxeres, que, para no variar, me estaban grandes y se me escurrían, y cogí los primeros pantalones que vi, los que me parecieron más pequeños y una camiseta blanca de la talla XXL por lo menos. Vi de soslayo la guitarra que le regalé, limpia, sin rastro de polvo. Estaba claro que la seguía cuidando, aunque yo nunca le oyera tocarla. Cuando cerré la puerta del armario y cogí entre dos dedos unas de sus bambas oscuras, me percaté del montón de bolsas perfectamente colocadas a un lado de la cama. Me llamó la atención sus nombres. En las bolsas estaban impresos los colores y los nombres típicos de ciertas marcas y tiendas de cosméticos que conocía de Hamburgo, pero, aunque me moría de curiosidad, al oír la puerta del baño abrirse de improviso y cerrarse, supe que no podía dejar escapar la oportunidad.

-Tú quédate aquí, Scotty. Luego vuelvo. – le dije y mi perro no se movió ni un ápice de la cama.

-¡Como quieras, pero destrozaré la almohada, que lo sepas! – pareció ladrarme.

Salí muy lentamente del cuarto y cerré la puerta con cautela y sin hacer ruido. Corrí de puntillas hasta la puerta que daba a la calle y con el mismo cuidado, me vi en la fría calle con el suelo embarrado por la lluvia de esa noche. Ya no llovía, pero el cielo estaba cubierto de nubes oscuras y supe que no tardaría en caer una buena.

Para entonces, yo ya tendría que haber llegado a la pastelería. El turno de mañana ya había pasado, pero si llegaba a la hora de comer, quizás mi jefe me perdonara el haber faltado las cuatro primeras horas y tal vez no me despediría. Me había puesto a trabajar el día anterior y ya faltaba sin avisar... tenía motivos de sobra para echarme. Y yo necesitaba el dinero.
Por fin comprendía porque mi madre, ni aun estando enferma con fiebre, faltaba al trabajo en sus principios hasta que lo tuvo asegurado.

Me puse las bambas en el rellano y cuando llegué a la esquina, eché a correr. Me acordaba del camino a medias. Sabía que era todo recto hasta llegar al puente que separaba los barrios altos y los bajos en dos secciones y después, debía girar a la izquierda. Lo demás... lo improvisaría.

Fue un camino incómodo. Había dormido más de diez horas y comido lo suficiente como para llenarme la barriga y cuatro más, pero aun así, me cansé enseguida. Mis piernas se resentían y era incapaz de cerrar las manos en dos puños y apretar. Estaba flojo, mucho y me mareé un par de veces. Me detuve otras tantas y suspiré, buscando un oxígeno que siempre parecía insuficiente. No era la primera vez que tenía anemia. Siempre había tenido una gran falta de hierro y desde pequeño había necesitado vitaminas y pastillas para ayudar al flujo sanguíneo, pero nunca me había sentido tan agotado.

Llegó un momento en el que tuve que ir andando, despacio y sin prisas. Me aparté el sudor de la frente y empecé a caminar el último tramo hasta el puente. Pronto pude oír el agua contaminada corretear cuesta abajo y vislumbré las columnas que se alzaban a ambos lados de aquel trozo de asfalto medio derrumbado. Me encaminé hacia allí, acelerando el paso.

-Oye. – me giré cuando sentí aquel toquecito en el hombro. Una chica que casi no me llegaba por los hombros, pequeña y con cara de niña, me sonrió. – No tendrás una navaja por casualidad ¿verdad? Es que algún idiota ha atado a mi gato con cables a ese poste y no tengo nada con qué cortarlos. – observé al gatito negro, que maullaba y siseaba con rabia, intentando soltarse del amarre de sus patitas a una farola. El pobre animalito se estaba haciendo daño. Alzó la vista y me miró con ojos afilados y amarillos. Un momento... yo conocía al gato...

-¿Kasimir? – murmuré. El gato maulló. - ¿Es tu gato? – la chica asintió con la cabeza. Su sonrisa me daba mala espina ¿quién en su sano juicio sonreiría cuando le había hecho semejante estropicio a su pobre gatito? Me agaché frente a la farola y empecé a tirar de los cables, intentando soltarlo. Por suerte, solo le habían atado las patas traseras, si lo hubiera atado del cuello, estaría asfixiado. Le sangraban las patas. – Cabrones, ¿quién ha podido hacer algo así?

-¿Tienes una navaja o algo para cortar los cables? – me volvió a preguntar la chica. Parecía más interesada en la navaja que en su gatito.
Me llevé las manos al bolsillo trasero del pantalón y al no encontrar nada, busqué en los delanteros. Luego recordé que me había cambiado de ropa y no había cogido la navaja, a mi Muñeca. Eso me puso un poco nervioso.

-No. No tengo navaja, pero puedo intentar desatarlo sin ella.

-Oh, vaya. – murmuró ella. Me observó en silencio, intentando desprender al gatito de los cables con tirones cautos. No quería hacerle daño y aun así, el animalito sollozó varias veces. Me pinché varias veces las manos con los hilos conductores que atravesaban el tubo de plástico. Menos mal que no estaba conectado a ninguna especie de corriente eléctrica.
Llegó un momento en el que el gato solo me miraba, con ojos abiertos y curiosos. Se quedó quieto y dejó de maullar cuando conseguí soltarle una pata. Soltarle la otra fue mucho más fácil.

-Ya está. – avisé a la chica, detrás de mí. – Pero deberías llevarlo al veterinario. El pobre se ha hecho da... - de repente, el lomo del gato se erizó en mis brazos y un siseo amenazante emanó de su pequeña boca. - ¿Pequeño?

No tuve tiempo de resistirme. Solté a Kasimir de manera brusca y él cayó al suelo, de pie. Empezó a maullar e incluso diría que a intentar ayudarme cuando alguien me rodeó el cuello con algún tipo de cuerda o hilo y tiró de mí hacia atrás, cortándome la respiración y casi la yugular con el brusco movimiento. Me puse de pie y mis manos instintivamente agarraron el fino instrumento que me ahogaba. Era otro cable, igual que el que había aprisionado al gato.
La chica, a mi lado, me observaba con una mueca de satisfacción en la boca.

-Venga, vamos, que no nos vea nadie. – dijo, y la persona que me ahogaba tiró del cable con más fuerza, apartándome de la calle principal. Intenté resistirme, pero si me movía mucho, el dolor afilado del cable raspándose contra mi piel me dejaba sin aliento. No podía hablar.

-¡Venga, capullo, suelta todo lo que tengas! – me amenazó la persona que tenía detrás. Supe que era otra chica por la agudeza de su voz. La que tenía delante sacó un destornillador del bolsillo, y me apuntó el estómago con la punta.

-Dame lo que tengas y no te abriré la barriga, ¿vale? – sonrió. Cerré los ojos. No podía hablar. En su lugar, tosí y la chica aflojó un poco el agarre.

-¿A qué clase de idiota se le ocurre salir de casa sin protección ninguna?

-Aunque no tenga protección, seguro que tiene pasta. Mírale. Es tan blanquito y tiene una piel tan fina... seguro que es de los barrios altos.

-Sí, y los de los barrios altos siempre se pasean tan sueltos por aquí... - la chica del gato, la mentirosa, la que seguramente había preparado al pobre animal como trampa para cazar a alguien despistado, empezó a tocarme. Me metió las manos en los bolsillos, buscando. Me subió la camiseta hasta las axilas, como si esperara que tuviera algo pegado a la piel y se agachó delante de mí, tocándome las piernas. Me estaba chaqueando obscenamente. Cuando vio que no tenía nada, se levantó y me pasó la mano por la entrepierna. Cerró los dedos en torno a ella y yo me encogí de dolor.

-¿No tienes nada? – negué lentamente con la cabeza. - ¿Nada de nada? ¿Un señorito de los altos que viene aquí sin nada? ¡Vaya mierda!

-Quítale la ropa, tía. Podemos sacar algo por ella. – la ropa de Tom... me mataría cuando se enterara.

-No... - tosí. La chica tiró con más fuerza del cable.

-¿Qué has dicho? – intenté salvar la ropa y algo de la dignidad que me quedaba y moví la boca y las cuerdas vocales.

-No soy... de los altos... ¡coff, coff! – la chica aflojó el agarre otra vez. - ...Soy... un Encadenado... - tragué saliva y pestañeé, sintiendo como me ardían los ojos. Las dos chicas se miraron, perdiendo todo rastro de sonrisa y burla.

-Mentira. – habló la que tenía a la espalda. – Los Encadenados son listos y no salen de casa sin por lo menos algo con lo que defenderse. Tú no tienes nada. Si fueras uno de ellos, no te habrías parado a salvar al gato y ya me habrías roto el cuello.

-¿Y si dice la verdad? – dudó la otra. – Los Encadenados también tienen a gente bien. Recuerda al chico rubio, el de los rizos.

-El... Príncipe. – tosí otra vez. Volvieron a cortarme el aliento con el jodido cable.

-¡Y una mierda! ¡Clávale el destornillador en la polla, así se cortará un poco a la hora de soltar trolas! – abrí los ojos como platos, desesperado al ver a la chica descender el destornillador hasta mi entrepierna. Me revolví como un loco.

-¡No! – grité.

-¿Y si te abro yo el coño con una sierra, guapa?

Aquello sucedió en un visto y no visto. La chica del destornillador se volvió y como si la hubiera golpeado el aire, vi la sangre volar desde su boca y su cuerpo siendo lanzado con la presión que ejercían los gases sobre el corcho de una botella, después de que ésta hubiera sido agitada. Chocó contra el muro de piedra y cayó al suelo con las piernas dobladas. Una patada veloz hizo que el destornillador volara hasta la otra punta del callejón y me sentí frustrado por pestañear, ya que en ese microsegundo de visión nula, el desconocido agarró a la chica con rostro ensangrentado y la alzó, pegándola contra su pecho, levantándola hasta que sus pies dejaron de tocar el suelo. La estrechó entre sus brazos y una navaja afilada y totalmente oscura, como el ala de un cuervo, fue situada entre cuello y barbilla.

Muñeco Encadenado Tercera Temporada - By SaraeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora