Capítulo 16

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By Tom.

-Joder... ¿no te cansas de tanto libro? ¡Y son la hostia de gordos! ¡Seiscientas páginas! Lo veo y no lo creo. – no había puesto un pie en una librería en mi vida. De solo ver tantos libros apilados en las estanterías me atacaba una sensación claustrofóbica horrenda. ¿Y si se me caían todos encima? Me aplastarían con sus puñeteras tapas de cartón duro y algunos con su simple peso, serían capaces de romperme las piernas. Me imaginé un hombre de papel hecho con todos los libros que se encontraban en ese reducido espacio y sentí incluso respeto. ¡Urg! No me gustaría tener que enfrentarme a él.
Fui hasta Andreas, que nada más entrar había ido directo a rebuscar entre los más gordos y se movía con una lentitud desesperante.

-¿Cuántos puedo comprar, Tom? – me preguntó, sin alzar la mirada de un libro de un cierto mediano grosor.

-Uno.

-¿Sólo uno?

-Los libros de filosofía del instituto eran carísimos, tío.

-Pero esto no son libros para el insti, son libros de lectura, maldito ignorante. Valen mucho menos. – Andy parecía tomarse sus dichosos libros muy en serio. Creo que era capaz hasta de pegarme con ellos en la cabeza y gritar ¡Inculto, inculto, inculto!

-Bueno, pues coge los que quieras, pero me he quedado sin pasta, apenas tengo cien euros, eh. – le avisé, pero a pesar de advertirle que el dinero era limitado, una sonrisa prodigiosa se adueñó de él. Se me echó encima, dándome un fuerte abrazo, colgándose de mi cuello aún con los libros en la mano.

-Gracias, Tom. – dijo y me besó en la mejilla largamente. Nos observamos consumidos por un silencio que navegaba a la deriva de la alegría de Andy y mi actual indiferencia.

-¿Tanto te importan ese montón de libros? – en realidad, la respuesta no me interesaba. Mi atención había sido captada por una sección en concreto cuyas letras estallaban en un marco color marrón sobre el techo.

-Claro. Adoro los libros. – me dio la impresión de querer decir algo más, pero me soltó al percatarse de mi distracción y siguió mi mirada hasta aquella sección. - ¿Libros de preparación? Tom, hace años que no estudias nada.

-No es verdad. Hace unos meses estudié primer curso de telecomunicaciones. – me aparté y me dirigí hacia aquel estante remoto. – Elige los que quieras. Ahora vuelvo. – me confié. Andreas se entretendría durante el tiempo suficiente para que yo pudiera encontrar un libro de psicología lo bastante práctico como para servirle a mi hermano.

Cuando me vi allí, frente a aquel enorme trozo de metal con los grandes colosos culturales desordenados, de todas clases, me pregunté qué hacía allí, qué puñetas estaba tramando mi mente y por qué se me ocurrían esas ideas tan desinteresadas de buenas a primeras. La excusa de mi parte ilógica y absurdamente anti-yo empezaba a fallarme, al igual que la excusa de que Bill me hacía estúpido, aunque eso estaba más que comprobado. Necesitaba pruebas del por qué Bill, del por qué esas extrañas reacciones hasta ahora desconocidas para mí desde que me tropecé con el egocéntrico y malcriado de mi hermano y, cuando localicé un libro de química, no dudé en cogerlo del estante y abrirlo por la mitad. Busqué y visualicé página por página. Hablaba de muchas reacciones químicas, sobretodo de la conexión del cerebro y el cuerpo, el sistema nervioso y los órganos vitales. También hablaba de reacciones químicas fuera del cuerpo, claro, pero eso no me interesaba.
Dejé el libro en el estante y cogí otro del mismo tema. Empecé a pasar páginas, una a una hasta que me detuve. El dibujo de un corazón humano llamó mi atención y con grandes letras, el título "Reacción química ante la sexualidad". Recordaba haber estudiado ese tema en secundaria. Recordaba la liberación de endorfinas que nos provocaba el orgasmo, así que pasé página y me encontré con una reacción química diferente. El título me dio repelús. "El amor es una reacción química". Pero ¿el amor no era un sentimiento? Del cual yo dudaba de su existencia. Leí muy por encima, deteniéndome en los síntomas. Elevación de la presión arterial, aumento de glóbulos rojos, sensación de energía y entusiasmo... ¡Bah! No estaba "enamorado", entonces. Bill me ponía de mala hostia, no me entusiasmaba ni tampoco me latía el corazón con más fuerza, solo durante el sexo y cuando su belleza satánica me machaba la testosterona.

De todas formas, ¿qué hacía rebuscando entre los libros de química? ¿Cuál era la reacción química que pretendía encontrar? ¿La explicación a qué? ¿Y vendría en un maldito libro de universitario? Me interesaba saber por qué a veces odiaba a Bill y por qué en otras sentía algo así como la necesidad de tenerlo cerca. Y lo peor de todo, claro, el por qué no dejaba de pensar en él ya fuera con odio o con añoranza, a veces, con preocupación incluso. Había conocido la auténtica preocupación con el capullo de mi hermano.

Suspiré y dejé el libro en su sitio.

-Oh, coño, Tom ¿qué estás haciendo? – me reproché a mí mismo. Con las bolsas de la ropa que le había comprado a mi hermano descansando en el suelo, los cosméticos y la primera plancha para el pelo que había encontrado en una tienda que ya ni siquiera recordaba, estaba empezando a confundirme. Me estaba gastando mi salario en tonterías para Bill en lugar de para mí. Era estúpido. Los únicos regalos que había hecho en mi vida habían sido para Helem. Pero pensar en Bill, en la cara de sorpresa que pondría al ver los regalos, en la expresión de su rostro cuando descubrió a Scotty en aquella cestita el día de Navidad, en lo mimoso y contento que se puso... se había tirado toda la noche riendo conmigo.

Ahora... reía muy poco.

El Muñeco se había colgado de un estante y se paseaba por entre los libros pegando saltos y abriendo las piernas como un bailarín. Ese maldito bicho sí que estaba contento. Su humor se había vuelto pletórico en cuanto se me cruzó por la cabeza comprarle el primer regalo a Bill. Estaba tan contento, que pegó un salto en medio de dos estantes y se golpeó la cabeza con el de arriba. Cayó al suelo, encima de un montón de libros y se hizo el muerto, con los brazos y las piernas de trapo extendidas y una cara de dolor que provocó que me entrara la risa floja.
Mi carcajada captó la atención de media librería y cuando alguien me siseó para que cerrara la boca, sentí que el bicho que siempre me acompañaba empezaba a caerme algo así como bien.


By Bill.

-¡Eh, chaval! ¿Qué haces tú por aquí tan pronto? No tienes que volver a entrar hasta las cinco. – mi jefe, desde la caja, contando el dinero que había ganado esa mañana, frunció el ceño nada más verme. Yo me encogí un poco, incómodo.

-Ehm... queda una hora y media, así que... puedo entrar antes. – titubeé y a Habermman los ojos le brillaron como las estrellas.

-Oh, Billy, Billy, Billy, ¡qué buen chico eres! ¡A ver si aprendes un poco, Adam, vago de mierda! – tronó. Al otro lado del recinto Adam fregaba el suelo con cara de persona contrariada y frustrada. Por un momento, cruzamos miradas, pero me giró la cara enseguida y me dio la espalda, concentrándose en la fregona que paseaba por el suelo. No lo hacía muy bien. Más que fregar, estaba inundando el piso. – Puedes ocuparte de los clientes de este lado, no son muchos. También del lado de Heidi, ella ya se ha pirado. – asentí y un poco cortado, me precipité dentro. Mi jefe arqueó una ceja al ver mi mano unida a otra más pequeña y brillando por el sudor del miedo. Ricky y yo entramos en la pastelería con la cabeza baja. Podía sentir el temblor de sus piernas aún sin tocarla e incluso su temor y vergüenza. Apretó aún más fuerte la bolsa con la ropa interior y los pantalones manchados e intentó bajarse un poco más la falda que le había comprado, lo único que habíamos encontrado a esas horas en las que las tiendas más cercanas se cerraban para que los dueños pudieran ir a comer algo.

La falda le llegaba por las rodillas. Era larga comparándola con otras, pero aun así ella se sentía incómoda y molesta con la ropa interior de chica, demasiado fina y ajustada para lo que estaba acostumbrada a ponerse.

La llevé hasta un asiento lejano, una mesa apartada de las demás y lejos de la ventana acristalada, sucia, pero que sería la primera en limpiar.

-Siéntate aquí. – ella me hizo caso sin rechistar, aún sin soltarme la mano. Era curioso verla tan vulnerable cuando me había acostumbrado a apoyarme en su serenidad masculina y basta. Y con esa falda... parecía más chica que nunca. – Yo tengo que ir a trabajar ahora y no saldré hasta las nueve. Es mucho tiempo. Si quieres, puedo acompañarte a casa. O puedes llamar a tu madre o... - encogí la cara, recordando que sus padres estaban en Francia. - ... o a tu hermana o puedes...

-No. – sentenció, clavando la mirada en la mesa pegajosa por un batido derramado. – No hace falta. Quiero quedarme.

-Ah. Pero ¿por qué? Yo tengo que trabajar y te vas a aburrir. – ella se encogió de hombros, aún sin levantar la vista.

-Quiero quedarme. Esperaré.

-Son cinco horas y media. – le recordé.

-Me da igual. – y dio por finalizada la discusión. Me daba algo de palo dejarla sola allí después de lo que había visto y acababa de vivir, pero no tenía muchas opciones. Ella estaba encabezonada en quedarse conmigo, como si yo fuera un perro guardián capaz de protegerla. ¡Ja! ¿No era para reírse? ¿Yo? ¿Un perro guardián, alguien digno de confianza a quien se le puede encargar la vida de una persona? ¡Por supuesto, seguro! No era capaz de protegerme ni a mí mismo.

-Vale. Llámame si necesitas algo. Estaré rulando por aquí y eso. – me di la vuelta para ir a cambiarme, sin saber qué más decir. No era la persona ideal para consolar a nadie, eso era algo que bien podía demostrar mostrando la piel de mi muñeca, pero era consciente de que Ricky no tenía a nadie más en aquel momento, alguien más apto que yo. Quizás, por eso no quería dejarme ir y apretó con más fuerza el agarre de mi mano, deteniéndome. Me volví. Ella alzó la cabeza y una triste sonrisa hizo acto de presencia en su boca.

-Gracias.

-¿Por qué?

-Por... por protegerme. – su cara ya no era de chica, si no de mujer. Una mujer guapísima. Tuve ganas de sentarme a su lado y permitir que su cabeza reposara en mi hombro, como había hecho el sábado, en la noche de Cristina, pero cuando me soltó la mano y dejó escapar un largo suspiro cansado, me imaginé que querría estar sola, recapacitar, pensar, descansar, dormir...

A mí me gustaba estar solo cuando empezaban a rondar ideas autodestructivas por mi cabeza. No soportaba la agobiante atención de mi familia, pero sí que me gustaba que de vez en cuando, alguien me echara un ojo y se me acercara. Solo para cerciorarme de que le importaba a alguien. Quizás eso era lo que Ricky necesitaba, así que en un gesto que pretendía ser cariñoso y casual, le revolví un poco el pelo y pronuncié un débil "de nada", antes de ir a cambiarme.

Cuando pasé por su lado, Adam me dio la espalda descaradamente. Me sentí discriminado, otra vez.

-Oye. – le hablé, con un tono quizás más duro de lo que pretendía. De todas formas, él me ignoró y siguió fregando, mal, claro. – Antes de empezar a fregar el suelo con la fregona, se escurre para no inundar el piso. – Adam pareció encogerse y detuvo su frenético movimiento. Me miró de reojo, pero enseguida volvió a concentrarse en su trabajo sin dirigirme ni una palabra. Bufé. – Lo siento, Adam. Apenas te conozco... pero eres un capullo.

El fruncimiento de ceño que pude captar a través del espejo me hizo sonreír. Me sentía raro, con un exceso de confianza en mí mismo que había perdido hacía meses.

Cuando salí con el uniforme puesto y mientras atendía a algunos clientes, lo noté. Me sentía seguro y nuevo, un poco más extrovertido. En una de mis constantes miradas que pretendía velar a la auténtica Ricky, vulnerable y dulce, supe que en gran parte ese cambio de actitud se debía a ella.

Cuando me dirigí hasta Ricky para limpiar su mesa, una parte de su extroversión acudió a ella.

-Así que eres el perfecto amo de casa, de esos chicos que saben hacer de todo. Cocinar, barrer, fregar, hacer la colada, lavar los platos... - sonreí, concentrado en el tacto del paño mojada en mi mano. – Y eres guapo, fuerte y amable con las chicas. ¿En qué fallas, Bill Kaulitz? – terminé de limpiar y me llevé el trapo al hombro. Estaba consiguiendo avergonzarme.

-Creo que ya sabes que las cuchillas y las cosas afiladas no son lo mío, por ejemplo.

-Oh, bueno... tampoco las falditas y los vestiditos de chica son lo mío. Todo el mundo tiene un punto débil. Todo el mundo tiene un secreto oscuro que nadie conoce. – apoyó los codos en la mesa. Si no fuera porque era incapaz de imaginarme a Ricky ligando como una chica tímida y no arrollando a todo aquel que se le cruzara por delante, diría que estaba intentando seducirme o, al menos, atraer mi atención. Me sentí indefenso y un poco pequeño frente a ella. Había perdido táctica con las chicas.

-Cierto. – admití, pasando el trapo por la mesa contigua a la suya. – Y el tuyo son los complementos femeninos, ¿no?

-No. El mío son los hombres. – se encogió de hombros, riendo.

-Entonces tenemos algo en común.

-¿También se te dan mal los hombres?

-En realidad, no. – busqué a Adam con la mirada, con la única intención de hacer reír a Ricky y cuando lo encontré, en la caja, cobrando a una ancianita que me había dado tres euros en propinas, lo señalé. - ¿Ves a ese de ahí? Finge que me odia, pero en realidad está coladito por mí. – Ricky empezó a reír a carcajada limpia y pude percatarme de la cara de Adam, volviéndose hacia ella alzando una ceja, ajeno a la conversación. A mí también me entró la risa tonta.

La invité a merendar, después de haberla invitado también a comer. Llevé un enorme batido de fresa a su mesa que se tragó en dos sorbos y un cucurucho de vainilla con virutas de chocolate un poco deforme. Fue la primera vez que cargué un cucurucho de helado con mis propias manos (y la ayuda de las cucharillas, claro). De todas formas, la práctica lleva a la perfección.

Alrededor de las seis empezó a llegar gente. No. Un pelotón de gente y la mayoría, eran adolescentes que no se fueron hasta una o dos horas después. No quedó ni una silla o mesa libre en toda la pastelería, de hecho, la gente se amontonaba en la entrada esperando un sitio libre. Heidi volvió a las cinco y media y en silencio (no parecía una chica muy habladora) me ayudó con los clientes. Ella se encargaba de los masculinos y yo de los femeninos y así, todos quedaban contentos.

Derramé batido dos veces sobre el suelo, pero nadie me echó la bronca, ni siquiera Habermman, que pasó la fregona con una sonrisita avariciosa en la boca.

-Chaval, en toda mi vida como dirigente del negocio familiar, esta pastelería solo se ha llenado a rebosar un total de siete veces, ahora, ocho, casualmente nada más entrar tú en el negocio. ¡Tengo la sensación de que haberte contratado es lo mejor que me ha podido pasar en la vida, no te dejaré escapar fácilmente! – me dijo, dándome un guantazo en la espalda que casi me hace caer al suelo con una bandeja llena de dulces y cervezas.

Los sobeos y las insinuaciones eran monstruosas entre los clientes femeninos y más de un número de teléfono acabó escrito en mi mano. ¡Guau! La gente de Stuttgart era descarada y divertida y eso acabó por gustarme. No tenía tiempo para aburrirme ni tampoco, para pensar en la cuchilla o en Tom y en su humor de perros, en que quizás intentaría pegarme cuando volviera a casa y descubriera que me había puesto a trabajar cuando, como ya me había dicho alguna que otra vez, prefería que dependiera de él. Conocía esa estrategia. Quería dejarme sin salidas, que no me quedara más remedio que rendirme a él y obedecerle en todo lo que me pidiera. Era una estrategia típica entre los maltratadores que pegaban a sus mujeres, los muy cerdos. Yo estaba poco dispuesto a convertirme en un hombre maltratado.

Al dar mis ojos vueltas por el recinto buscando a Ricky entre toda aquella masa exigiendo atención, descubrí un pelotón de chicas junto a ella, de su edad, acopladas a su misma mesa. Algunas me sonaban, otras no. Armaban jolgorio con voces y risas estrépitas y lo mejor era que Ricky las seguía, relatando una hazaña que las hacía estallar en carcajadas. Eso me hizo relajarme.

-Guapa tu novia, eh. Suertudo. – Habermman me dio un codazo en el costado, guiñándome un ojo.

-No, si no es mi novia. Es una amiga.

-Claro, claro. Eso dicen todos. Apuesto lo que sea a que estás coladito por ella. – me entró la risa floja. Ojalá lo estuviera.

Tenía ciertos problemas con la caja y con las matemáticas y más de una vez, di un cambio equivocado al que correspondía. Más o menos. Cuando daba de más, no me enteraba hasta rato después. Cuando daba de menos, siempre me reclamaban y para compensar a mis clientes por mi torpeza, me pedían una cita. Era muy vergonzoso que alguien que no conocías te piropeara hasta dejarte colorado, pero mi autoestima crecía a pasos agigantados. No necesitaba a Tom. Era un hombre solicitado tanto por el sexo femenino como por el masculino.
Definitivamente, el trabajo que me habían conseguido me acabaría gustando... de no ser por el cansancio. Me salieron ampollas en los dedos de tanto coger las cucharillas de helado y contactar con el frío de la nevera y el calor del horno en menos de un minuto. Debía ser rápido. Los pies me dolían y las exigencias de los clientes me ponían nervioso. Hubo un momento, cuando me quedaba una escasa hora para terminar el turno en el que entré al baño. Hice lo que tenía que hacer, descargué y como me había olvidado a mi Muñeca en el bolsillo del pantalón que le había cogido prestado a mi hermano, el que estaba a buen recaudo encerrado en el vestuario, me aplasté el brazo contra el lavamanos. Fue un golpe demasiado burro y me hice un daño espantoso, además, no me sirvió de mucho. No hubo sangre, solo un moratón en el costado de la mano.

Cuando salí del baño, los clientes se habían ido y solo quedaban algunos en la caja, comprando un helado para llevar. Una pareja de unos dieciséis años compartieron cucharilla y pajita para el batido.

Recogí las mesas y limpié un poco cuando me percaté del reloj. Eran las nueve y diez, pero no tenía ganas de irme a casa todavía, aunque estaba hecho polvo.

-Ya es la hora, chaval. Puedes irte. – asentí con la cabeza a mi jefe, pero antes acabé de pasarle el paño a las últimas mesas. – ¡Qué trabajador! Ya, en serio, puedes irte a casa, Bill.

-Vale.

-¿Qué demonios te ha pasado en el brazo? – me fije en el moratón de la mano, que se había extendido hasta el principio del brazo. Me dolía al intentar cerrarla.

-Un golpe tonto.

Ricky se había quedado sola, y me miraba. Me estaba esperando.
Fui al vestuario a cambiarme, pero cuando abrí la puerta, Adam ya estaba allí, quitándose la camiseta del uniforme y sacando la propia. Prefería no entrar, pero mi ropa estaba tirada encima del único banco del pequeño lugar.

La recogí. Él se estaba poniendo la ropa y yo le daba la espalda, poco interesado en el resto de su anatomía. Me saqué la camiseta y encogí los brazos, para evitar tener que dar explicaciones de lesiones o cicatrices.

-No soy un capullo. – habló, de pronto. Le dirigí una mirada reticente. Se estaba poniendo la camiseta todavía y me sentí incómodo. – Tu hermano lo es. Y tú eres un desgraciado por ello. – ahí debía darle la razón.

-Me han llamado muchas cosas, pero nunca desgraciado. – musité.

-Pues lo eres.

-Pues vale. – terminó de cambiarse. Se puso una chaqueta de temporada de un color oscuro, con tachuelas que le hacían parecer agresivo. Molaba mucho. Su estilo parecía un poco similar al mío antes de que perdiera toda mi ropa. Cuando terminó de cambiarse, un poco picado por la escasa atención que me había dedicado, hice un comentario propio de alguien jodidamente estúpido, sin venir al caso. – Ten cuidado con lo que enseñas. Si tenemos que desnudarnos el uno delante del otro todos los días en este cuchitril asqueroso, más valdría esquivar posibles... tentaciones. – sonreí de oreja a oreja. Mi intención era incomodarlo y aturdirlo y cuando oí el fin de sus pasos en la entrada, me sentí orgulloso.

-Podría decirte lo mismo a ti, Bill. – me di la vuelta enseguida, sorprendido, pero él ya había desaparecido.

Hostias... ¡Premio!

Cuando salí, Ricky me estaba esperando en la puerta, estrechando entre sus brazos la bolsa con la ropa sucia. Había conseguido bajarse la falda hasta un poco más de las rodillas.

-Has aguantado casi seis horas. Es todo un logro. – las luces de la pastelería se apagaron justo cuando sus labios se ensancharon, emitiendo una sonrisa encantadora.

-Tengo paciencia infinita.

-¿Tú? No me lo pareciste cuando me amenazaste con cortarme el cuello en el trastero de mi casa. – nos reímos. Creo estábamos un poco cortados, quizás porque podíamos notar que, en realidad, nuestra amistad iba un poquito más allá. Era algo que no podía negar. Ricky me caía bien y me gustaba como chica. Recordaba haber sentido lo mismo cuando conocí a Natalie y empezamos a salir. Era agradable estar con ella y sentía que congeniábamos. Aunque veía muy improbable enamorarme de ella a estas alturas. - ¿Quieres que te acompañe a casa? – Ricky asintió, casi ocultando la cara tras la bolsa de la ropa.

-Quiero invitarte a cenar.

-¿A mí? ¿Por qué?

-¿No quieres?

-Hum... sí. Así me ahorro el volver a casa tan pronto. Tom debe de estar muy cabreado. – quizás no debería haber dicho eso. El nombre de mi hermano no era el más oportuno. Ricky me había hablado de él, mientras comíamos. Le había contado que yo sabía lo de la violación y le había comido la cabeza para que fuera en mi contra. Otra estrategia para dejarme solo en este mundo tan difícil. La confesión me había sorprendido, aunque de Tom me esperaba cualquier tipo de manipulación.

-¿Qué tal el trabajo? Pareces cansado. – me preguntó. Yo me dejaba guiar entre las angostas calles de aquel barrio de pandilleros. Era temible y claustrofóbico. Algo se me echaría encima de buenas a primeras e intentaría herir a Ricky. En mi mente solo discurría esa idea.

-Estoy cansado. Agotado. Por eso, por favor, dime que vamos a comer en un sitio con sillas o bancos, por fa.

-¡Idiota, pues claro! Vamos a comer a mi casa.

-¿A tu casa? – me puse nervioso al momento. – Pero ¿y tus hermanas?

-Hum... quizás no estén. - Pensé que serían imaginaciones mías, pero me dio la impresión de que ese "quizás no estén" era lo que Ricky buscaba y deseaba.


By Tom.

-Te has aprovechado bien, eh. – de los cien euros, no me había quedado ni uno. Andreas me había dejado sin blanca ¡y menos mal que yo no había comprado nada! Se había hartado de mirar libros y libros y había cogido de todos los géneros. Testigo de ello era el tiempo, que había pasado delante de mis ojos con piernas de acero. Habíamos entrado en la librería a las cinco de la tarde y hasta las nueve, nada. Porque nos había echado el dueño de la tienda, si no, igual ni habría cenado. Y estaba muerto de hambre.

-Mañana por la mañana me leeré éste. Y pasado, este otro. – me dijo, señalándome un enorme libro cuyo título era "Los pilares de la tierra", de Ken Follet. Observé a Andy con incluso temor. ¿En serio era capaz de leerse un libro de ese grosor en una mañana? Yo todavía no me había terminado "Las aventuras de Tom Sawyer", y lo empecé en sexto de primaria. – Ahora...

-No te irás a poner a leer ahora ¿no? – por mí, de acuerdo. Le robaría la cartera a alguien y me iría a tomar unas cañas a alguna parte. El hombre gordito y de bigote francés que sudaba como un poseso, cerca del cajero automático, tenía pinta de tener una cartera con un contenido sustancioso.

-No, no, ahora no. ¿Por qué no vamos a comer por ahí? Estoy muerto de hambre. – alcé una ceja, irónico. Andreas frunció los labios y se hizo el disimulado. – Ah, ya. Que se te ha acabado la pasta, ¿no?

-Adivina por culpa de quien.

-Por culpa de Bill. – soltó, y siguió adelante con porte indignado. Noté algo incierto removerse en mi estómago y lo atribuí a la falta de comida, pero cuando ese algo tomó posesión de mi cuerpo y mente como un virus expandiéndose y buscando los puntos vitales clave, mis pies frenaron.
Andreas estaba ofuscado conmigo, eso lo notaba, pero después de soplarme casi cien euros en libros, mi cabeza no tardó en deducir una idea aplastantemente lógica y típica de mí. Se podía ir a comer pollas con su enfado, porque a mí no me interesaba tragármelo con el buen humor con el que me había levantado.
Me detuve. Esperé a que captara mi ausencia y se diera la vuelta con sus libros a cuestas. Al hacerlo, yo le di la espalda y tiré por el otro lado, rumbo a mi casa.

-¿Tom? ¿A dónde vas?

-A mi puta casa.

-Pero ¿por qué? – no contesté.
Las calles de los barrios altos eran iluminadas cuando el cielo era alcanzado por la noche, con las farolas y las luces de los escaparates, las fuentes bañadas por la luz dorada de los focos que palpitaban bajo el agua. Los edificios más conocidos brillaban, más bonitos que durante el día, manteniendo un intenso contraste de colores vivos. La carretera era transitada por un tráfico inmenso y las personas, sobre todo, parejas, iban cogidos de la mano, sonriendo con una dulzura demasiado acaramelada. El ambiente me recordaba a Hamburgo.
Quizás a Bill le hubiera gustado pasearse por los barrios altos. Lo llevaría un día a dar una vuelta por ellos y le compraría algo gracioso para que recordara la parte buena de mi ciudad.

Andreas se interpuso en mi camino, alcanzándome en una carrera. El pelo rubio onduló con el viento, dificultándome el analizar la expresión de su cara.

-¿Por qué? – repitió. - ¿Te has enfadado conmigo?

-¿Tú qué crees, perra rubia?

-Pero, ¿por qué? – seguí sin contestar. Yo tampoco conocía una respuesta concreta al "por qué".

-Deja a mi hermano en paz. Él está al margen de nuestra vida. – y seguí caminando, esquivándolo. Pude oír sus pasos apresurados buscándome entre mi halo de indiferencia.

-Es que Bill no es tu hermano, Tom. – entrecerré los ojos. El virus se había extendido hasta un recóndito lugar de mi mente. Ésta me dijo, para, y yo lo hice.

-Es mi hermano.

-Es el tío con el que te has estado acostando durante meses en Hamburgo y creo que ya no puedes ver más allá de eso.

-Andreas, hazme un favor y métete los celos por el culo.

-¡Oye, tengo razones para estar celoso! ¡Has estado todo el puñetero día paseándote de un lado para otro para comprarle cosas al Muñeco! ¡En nuestra cita! Yo también existo, ¿sabes? Y ya debería haberte dado una hostia y haber roto contigo por gilipollas. ¡Pero no lo hago! – me agarró del brazo del que colgaba el maquillaje y la plancha de Bill y a causa del basto tirón, dado para intentar llamar mi atención, el asa de la bolsa se rompió. La plancha estuvo a punto de caer al suelo. La puta plancha de cuarenta y dos euros.
Inmediatamente agarré la bolsa con la otra mano y fulminé a mi supuesto novio.

-¡Andy! ¿Eres idiota? ¡Casi te lo cargas, coño! – y Andreas, tras echarle un breve vistazo a la mercancía, se cruzó de brazos con rostro impotente.

-¿Y qué? Es nuestra cita, Tom. ¿Hola? ¡Estoy aquí! ¡Existo! ¡Hazme caso, no sé, finge que te gusto un poco, por lo menos!

-Te estás poniendo pesadito con eso.

-¿Tengo que volver a repetirte que parezco el mejor amigo que va a acompañar a su colega de tiendas para que compre regalitos para su novia? – habló, sarcástico. ¡Argg, con el buen humor que había tenido hasta que había abierto la boca! – Empiezo a creer que esto no tiene sentido. ¡Ni siquiera hemos empezado bien! Ha sido llegar tu hermano y mira... me ignoras, ni puto caso me haces. De repente, parece que la única persona que existe en el mundo para ti es tu hermano y, si no fuera porque me contaste que te lo habías follado, ¡no me importaría! Pero es que ¡te lo has follado! Y ahora compartes casa con él de la noche a la mañana. ¿Y qué esperas que yo haga? Si al menos me hicieras caso... - empezó a parlotear. Quizás él tuviera razón, pero yo nunca lo sabría, porque en mi mente se habían instalado otros pensamientos.

¿Qué cara pondría Bill cuando viera la ropa, el maquillaje y todo lo que le había comprado? ¡Seguro que se arrepentiría por haberme tirado el jabón a la cabeza! ¿Y con el jabón? ¿Qué cara pondría con el jabón? ¿Me dejaría jugar con él y con ese enorme trozo creador de espuma? Ya me lo imaginaba, mojado hasta en los rincones más insospechados, con el pelo empapado, con las gotitas de agua comiéndoselo a lametazos, y yo... yo abriría la puerta del baño de repente y Bill intentaría taparse, gritando mí nombre para que me largara. Pero no lo haría.

-¡No, Tom! ¡Estate quieto! ¡Lárgate! ¡No, Tom, no me toques, no! Tom... por favor... esto no está bien... no quiero... no hagas eso. Me duele... Tom... oh... aaahh... ¡Aahh!

Uff... Me estaba poniendo malito.

-¡TOM!

-¿Qué?

-¿Me has oído?

-Claro.

-¿Y qué es lo último que he dicho? – puse los ojos en blanco.

-Que te vas a casa con tu hermano. – Andreas me miró como si hubiera soltado la mayor gilipollez del mundo.

-¡No he dicho eso!

-Cierto. Eso lo digo yo. ¡Buenas noches, Muñeco! Mañana nos vemos. – y retomé la marcha con la cabeza llena de mariposas. Cuando le diera la ropa a Bill, cuando viera las zapatillas y el maquillaje... ¡Mierda, tendría que haberle comprado ropa interior que le quedara pequeña! ¿Habría una tienda dónde vendieran bóxer a esas horas? Mierda, no tenía dinero. Bueno, a Bill le encantaría el detalle de todas formas, seguro. Quizás se me echara encima conmovido por mi acto, quizás acabábamos en la cama, esta vez de verdad, sin drogas de por medio, quizás...

¿Y si pese a todo, no me perdonaba?

-¡Pues corre, Tom, haber si encuentras a tu hermano en casa, capullo! – me gritó Andy desde la lejanía, formando una extraño trasfondo casi inexistente. Alcé una mano, diciéndole adiós con un gesto. - ¡Bill ni siquiera habrá llegado todavía! – tronó. Su voz sonó un poco nerviosa y ante el nombre de mi antiguo Muñeco, conseguí captar el sentido de la frase.
Me volví, interrogativo y con el ceño fruncido por la confusión. Andy me giró la cara, poco dispuesto a hablar.

-¿De dónde se supone que mi hermano no habrá llegado todavía? – pero Andreas me ignoró y empezó a andar por el camino opuesto.

Ahora me tocaba a mí arrastrarme para conseguir una respuesta.

Muñeco Encadenado Tercera Temporada - By SaraeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora