~XI~

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No se recordaba tarde tan fría en Infiernos de Isil como aquella. A punto de terminar el año, como paradoja, pasear por el pueblo era impensable una vez se había puesto el sol.
La corriente helada tomaba las calles y los lugareños trataban de encerrarse en sus casas al ocaso a esperar el día siguiente.

A las cinco en punto Víctor se presentó en la cafetería favorita de María, donde habían tomado cientos de cafés juntos y degustado una cuantiosa cantidad de pasteles, magdalenas, galletas o cualquier otra cosa que les ofreciera recién hecho Loreley, la dueña, la cual los conocía desde jovencitos. Allí se reunían para planear sus viajes, las películas de cine que querían ver o simplemente disfrutar de la sensación acogedora de aquel lugar.

El muchacho rememorando tantos encuentros en aquel establecimiento, entró y pidió un café a Anita, la hija de la susodicha que le echaba una mano a su madre con el negocio.
Eso también le hizo recordar los tiempos en los que él mismo ayudaba en el colmado de sus padres.

Al momento salió Loreley tras la cortina del obrador. -¡Víctor, chico!- le saludó y se acercó a darle dos sonoros besos en las mejillas- ¡Cuánto tiempo sin verte por aquí! Precisamente el otro día hablaba con la niña de ti- e hizo un gesto hacia Anita.

-Hola Loreley- le respondió él sonriendo levantándose de la silla y dándole un abrazo- te dejo darme un tirón de orejas porque tienes toda la razón. Soy un despegado y hace meses que no me dejo ver por aquí; las cosas no están yendo muy bien y...

–Me dijo la niña que María y tú habíais roto- dijo sin tapujos y en tono abatido-¿estás bien, muchacho? No tienes buena cara... Estas más flacucho, ¿a que si? El mal de amores consume a las personas! ¡Seguro que no comes como deberías!

Víctor tragó saliva. –Respecto a María más o menos- respondió- he quedado aquí con ella ahora para hablar de lo nuestro. Estoy bien Loreley, de verdad; son etapas difíciles que si llegan, hay que pasarlas.

–Ay Dios mío, pues nada cariño pedir lo que queráis que hoy invita la casa ¡Las penas con dulce son menos amargas! Ya verás como al final las cosas se arreglan- y le guiñó un ojo cariñosa.

Víctor puso una sonrisa de circunstancias y fue cuando sonaron las campanillas de la puerta avisando que alguien llegaba. Allí estaba María: alta, espigada, con su fantástico pelo oscuro suelto y liso. Llevaba un pequeño bolso colgando en la muñeca y nada más. La había querido tanto... Y ella seguía siendo la misma, pero algo había cambiado.

-Hola- la saludó Víctor dándole dos besos que ella encajó con toda naturalidad y un corto abrazo. Su presencia y el olor del perfume que ella usaba le produjeron cierta sensación de cotidianidad, de casa; pero cuando clavó sus ojos azules en los verdes de ella la sensación se desvaneció lentamente. Recordó porque estaban allí y la verdad es que se le revolvió el estómago de malestar y nervios.

-¿Qué tal, Loreley?-le preguntó María sonriente mientras besaba también a la dueña tiernamente que se había acercado a la mesa para saludarla.

-Muy bien hija-contestó- le decía a Víctor que hoy a los pasteles os invito yo. ¡Qué delgada estas! ¡Seguro que tú también comes fatal, niña! ¡Ahora os sacaré un bizcocho de melocotón que acabo de hacer que ya veréis!- e hizo el gesto de chuparse los dedos.

–Gracias Loreley, eres un cielo- rió María quitándose la chaqueta y colocándola en la silla para luego retirarla y sentarse frente a Víctor.

-¡Con los pasteles se soluciona todo!-exclamó Loreley entrando en el obrador mientras María miraba intencionadamente a Víctor no entendiendo muy bien a qué se refería la mujer.

-¿Cómo estás?- le cuestionó él cogiendo aire.

–Mucho mejor, Víctor- respondió ella asintiendo con la cabeza- La verdad es que necesitaba marcharme un tiempo. Poder pensar, reorganizar mis sentimientos... y junto a ti no podía hacerlo.

La Sangre es VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora