16

18 2 0
                                    

Y me niego rotundamente a aceptar oírte decir que tienes las alas rotas. Tal vez heridas, tal vez oxidadas. Pero no rotas. Tú no, sólo hay que mirarte y si tú no sabes mirarte déjame que te mire yo.

Melanie me ofreció un taza de café mientras tomaba asiento delante de mí. Una manta gruesa, tejida, cubría sus hombros. Al parecer la había hecho ella misma porque las agujas y materiales junto con el estambre del mismo color se encontraban en una caja cerca del armario que había a una esquina de la misma pared donde se encontraba la televisión.

Cerré los ojos concentrándome para percibir cualquier ruido, no había más nadie en casa.

—Se quién eres.

Ella no pareció sorprenderse, sorbió su café y con una mirada algo decaída se encogió de hombros.

—No faltaría mucho para que lo supieras. Yo también sabía que eras, desde el primer momento.

—¿Lo has estado fingiendo todo este tiempo?

—No he estado fingiendo nada más allá de el que no te conociera, porque cuando te vi supe que no fue la primera vez. Sentía que te conocía y no porque trabajases con Ehla, los efectos se me pasaron. Y recordé, recordé al niño que vivía justo en la casa del lado. El niño que decoraba su habitación con guitarras y plantas, supe eras tú —una lágrima se escapó de sus ojos—. No has cambiado nada, eres igual a tus padres, no sólo en el físico.

—¿Por qué no me dijiste nada? —pregunté.

—Sé como funcionan las cosas en el Congreso, también por Ehla, te perdería dos veces, sé que lo hará de nuevo. Pero un tiempo contigo, aunque sea una corto sería bueno para ella. Ven, quiero mostrarte algo.

Seguí a Marylin hasta el sótano de la casa, ella tocó la pared buscando el encendedor, yo, que podía ver perfectamente me acerqué haciéndolo por ella. La bombilla dejó ver el sótano más limpio del mundo, estaba bien ordenado.

La mujer fue directo a un armario un más alto que yo, blanco con una forma muy bonita.

—Era el armario de Ehla cuando pequeña —me avisó abriendo las puertas.

Al principio no entendía hasta que Marylin rasgó el papel —que se supone no debía estar ahí— blanco que había en el fondo del armario, dejándome perplejo. Eran fotos de un niño, anotaciones por todos lados, fotos mías de pequeño.

—Ella te las tomó todas, las colgaba aquí, tú sabías que lo hacía. Por eso siempre tratabas de que ningún objeto te tapase, le dabas el trabajo fácil. Tapé el fondo con el papel porque siempre supe en lo que te convertirías, no quería que tuvieses problemas porque alguien recordase tu identidad. Pero veo que los tuviste.

Alcé la mirada a ella mientras tomaba una de las fotos en mi mano.

—Entiendo, es raro... pasaron muchos años, y las cosas de Ehla se han pasado a mí, yo... tengo fotos suyas en mi armario —Marylin soltó una carcajada—. También le he escrito cartas, como ella hacía, le dejé una en una maceta mágica y... —negué con la cabeza—. ¿Cómo sabes que los efectos de los recuerdos me ganaron?

—Lo veo en tus ojos, tienes el cuerpo frío, pero puedo notar como te duele la cabeza, como te duele el escrito en la espalda —abrí la boca para hablar, pero ella no me dejó—. Incluso veo ese miedo, lánzate, no puedes vivir con ese temor Castiel. No tomes el miedo de Ehla para ti, porque no eres así, ese no eres tú, ese demonio no puede ganarte.

Un demonio para ella [libro #2] [Pausada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora