Mundo, Disco y Pasadizo

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Como Secretaria del Archivo Secreto del Vaticano, mi deber era desentrañar junto a mis compañeros de profesión el extraño artefacto que había sido hallado en la ruinas de una acrópolis cercana a Tel Aviv, en Israel. Era un disco de color terroso con unas inscripciones que nunca antes habíamos examinado.

Jean Pierre, experto en simbología y análisis de textos, no daba crédito, puesto que afirmaba que ese objeto no coincidía con ningún otro contemporáneo a él. Su forma y símbolos eran curvos y simétricos, con referencias a lo que parecía el firmamento. Por otro lado, Simona, la encargada de la clasificación de toda la documentación del archivo, buscaba sin descanso artículos o textos que guardasen alguna relación con el artefacto en cuestión, pero sin éxito.

Pasaban los días y los prelados comenzaban a mostrar signos de preocupación. EL abad Gianfranco nos reportó que habían comenzado a desaparecer ciertos monjes y frailes por todo el hemisferio sur, sin dejar ni rastro. El último caso fue el del Arzobispo de Sydney , Anthony Collin, que se encontraba orando en la Catedral de Santa María y no volvió a salir de allí. Lo único que se sabía es que en todos los lugares de la desaparición se encontraron una inscripción que mostraba el siguiente mensaje:

 "Todas las puertas son abiertas por el mapa del cielo"

Asustados, Alfred y Gianluca soltaron el disco, interpretando que era un arma. Yo, curiosa y con un cierto morbo por aquel disco, lo agarré, analizándolo desde varios ángulos y longitudes respecto a mí. Todo el disco estaba sucio y lleno de tierra, puesto que al ser una pieza histórica, no debía ser limpiado con productos químicos, ya que podrían dañar su aspecto original. 

Los días posteriores hicieron que mi curiosidad pasara a obsesión por ese disco. Sentía una atracción singular hacia él, como si quisiera mostrarme algo. Seguía realizando todo tipos de experimentos con él: analizándolo con un microscopio, exponiendo rayos UVA, usando lentes de colores... Pero nada. Con los ánimos por los suelos, desistí y, en un acto inocente, tiré el disco a una mesa de iluminación donde calcábamos los textos de los pergaminos más delicados. Al apoyarse en él, el disco emitió una luz que nos dejó ciegos. Cuando pude recobrar la vista, no podía creer lo que observaban mis ojos: un hermoso y detallado mapa del firmamento, con los planetas del sistema solar y sus satélites. En ese mapa se marcaban con una luz rojiza la constelación de La Cruz del Sur, un conjunto de estrellas que se encuentran en banderas de distintos países como Brasil, Samoa o la propia Australia.

Nos miramos todos con rostros incrédulos, pero llenos de admiración y curiosidad, tanto religiosa como histórica. Decidimos que nuestra investigación se centraría en encontrar algún lugar sagrado del hemisferio sur donde aún no hubiera ningún sacerdote desaparecido. Curiosamente el Cristo Redentor era uno de ellos, así que hicimos las maletas de manera apresurada y nos dirigimos hacia el país de la samba: Brasil.

Una vez delante de la imponente y majestuosa estatua del cristo, comenzamos a merodear los alrededores, con la esperanza de encontrar una señal o mensaje oculto, pero fue sin éxito. Cansados del viaje decidimos retomar nuestra labor al día siguiente.

La mañana fue frustrante, exceptuando los ratos de descansos en los que tomábamos refrescos y comentábamos la cultura brasileña. Pasamos el día entero preguntando a los transeúntes y analizando la historia del Cristo Redentor. Pero nada. Llegado el atardecer, a Jean Pierre se le ocurrió una idea curiosa: colocar el disco entre el sol y la estatua. A todos nos parecía una idea poco menos que desesperada, pero al no haber más donde elegir, decidimos aceptarla.

Jean Pierre se colocó frente al coloso de piedra y, con las manos en alto, ofreció al cristo el arcaico disco. Era curioso como en esos momentos no se veía a nadie por la calle, ni siquiera a los puestos callejeros que vendían caipiriñas o souvenirs. Pasados unos segundos, se proyectó en la pared de nuevo el firmamento. La Cruz del Sur apuntaba 5 muescas que se encontraban imperceptibles sin aquellas señales. Apretamos todos los huecos y a nuestra derecha se abrió un portón que nos llevaba al interior del cristo. 

El pasadizo era angosto y frío, al contrario que el exterior, que emanaba un calor típico del verano brasileño. Alfred, Jean Pierre y yo fuimos los voluntarios para adentrarnos en aquel estrecho pasillo, sin saber bien qué nos íbamos a encontrar. Al ser yo la más delgada, fui la encargada de llevar todo el material. El camino era extrañamente largo, y los tres nos dimos cuenta que la longitud no cuadraba con las dimensiones del monumento. Al cabo de unos minutos, nos encontramos en una salita, que nos mostraba tres caminos. Encima de los tres portones había una inscripción en latín con la frase:

"Solo los elegidos de Dios podrán pasar estas puertas"

Después de debatirlo decidimos ir cada uno por un camino diferente: Jean Pierre avanzaría por la izquierda, Alfred por la derecha y yo por el camino central. Para desgracia de los tres, la cobertura era inexistente en ese habitáculo. La sensación era claustrofóbica. Los pasillos apenas eran más anchos que una persona la piedra era áspera y fría. Cuando termino aquel camino asfixiante volví a encontrarme con Jean Pierre y Alfred, para alivio mío. Esta vez nos encontramos en una gran sala con un gran círculo en la pared del fondo y un único pasillo hacia él, cuyos bordes acababan en un precipicio que no tenía fondo.

Al final del  pasillo se alzaba un pequeño altar con un hueco circular en el centro. Saqué de la bolsa el disco y avancé hacia el altar. Cuando me encontré delante de aquel pequeño monolito de piedra, volvió a mí la misma sensación que cuando estudiaba el disco. El altar parecía decirme que colocase el artefacto en aquel hueco. Siguiendo mis impulsos, introduje el disco y el pasillo se derrumbó por completo, dejándome aislada de mis amigos y de la salida. Sin embargo, a mis espaldas, comenzó a surgir una luz cegadora, pero cálida. El gran círculo que había tallado en la pared comenzó a abrirse y mostró un paisaje que jamás había contemplado.

Al otro lado de aquel portal se podía vislumbrar una hermosa pradera de césped verde y húmedo. El cielo era de un azul inmenso y estaba totalmente despejado, como si fuese pintado. A lo lejos, una persona se acercaba hacia mí. Parecía desconocida, pero por algún extraño motivo me inspiraba confianza. 

"Hola Diana, soy Juan, es el momento de partir", me dijo aquel desconocido. Miré atrás y no encontré a mis compañeros, solo oscuridad. Volví la mirada a aquel hombre, que me ofrecía su mano y decidí cogerla, introduciéndome en el portal, que desapareció a mis espaldas. Todo estaba calmado, todo era paz.



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