Tesoro, Picos y Mono

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El grupo de expedición se disponía a subir a la Montaña Tianmen, un sistema de montañas, altas como torres, en busca de un tesoro de incalculable valor: la corona de la dinastía Tang. Wu Lei y yo éramos los más nuevos en el grupo y, además, éramos los principales investigadores de leyenda de la corona. 

La propia historia relata que quien sea digno de gobernar toda China, podrá sostener la corona sobre su cabeza. Los indignos que osen sostenerla, sufrirá la maldición de Tang, que envejecerá hasta quedar en polvo y huesos al usurpador.

La expedición fue lenta y controlada al milímetro. Los perfilados precipicios ofrecían unas vistas espectaculares, a la par que vertiginosas. El único sustento de seguridad que teníamos era una mera cuerda atada a la altura de la cintura que se enlazaba con los demás compañeros, con el fin de que, si alguien resbalaba, los demás opondrían resistencia para no caer en el efecto dominó, por lo que había que estar alerta en todo momento.

Wu Lei llevaba el mapa donde estaba marcado con un círculo rojo el destino al que avanzábamos, mientras que Li Jie era la punta de lanza y guía de la línea de personas que conformábamos la expedición.

Pasamos dos de las tres montañas sin ningún apuro, pero el tiempo quiso jugarnos una mala pasada. De la nada, una ventisca azotó contra nosotros de manera violenta e impredecible. Tuvimos que resguardarnos en un boquete, parecido a una cueva que había en la falda de la tercera montaña. Ming estaba acostado, presa de una hipotermia, y los demás se encontraban exhaustos, debido a que no habíamos parado en ningún momento. Decidimos hacer noche en ese boquete y recuperar las fuerzas.

A mitad de noche me desperté. Observé que la ventisca había remitido y el cielo estaba totalmente despejado. Las estrellas brillaban de una manera que nunca había llegado a imaginar. Después de unos segundos de asombro, me pareció vislumbrar en la penumbra una silueta que se movía a gran velocidad. Parecía humano, pero esos movimientos distaban mucho de lo que una persona normal era capaz de realizar. "Será culpa del sueño" pensé, y me dispuse a volver a dormir.

A la mañana siguiente los ánimos eran mucho más positivos. Subimos la montaña con buen ritmo, no sin tener algún que otro percance, como un resbalón o esquivar algún desprendimiento. En la cima de la tercera montaña nos encontramos con un pequeño templo. Era de piedra gris perfectamente lisa, rodeado de un pequeño lago de agua cristalina y vegetación de todos los colores posibles. En el centro del templo se alzaba una gran estatua tribal, con motivos mágicos, que transmitía solemnidad y respeto. Debajo de esta se encontraba un pequeño pedestal de piedra, donde descansaba la corona Tang. El asombro y la admiración eran absolutos.

Bao, que era el más impulsivo del grupo decidió acercase a la corona sin tener en mente alguna posible trampa. Cuando se encontraba a escasos metros, una vara de oro salió despedía hacia él y lo arrojó a varios metros de la corona, dejándolo inconsciente. De detrás de la estatua apareció un mono vestido con una armadura hecha de malla roja y dorada. tenía aspecto humanoide, pero su pelaje y gestualidad le hacía pareces más a un simio. La vara voló desde la zona donde se encontraba Bao hasta su mano, como por arte de magia. Era el guardián de la corona: Sun Wukong.

Uno a uno, fue eliminando a mis compañeros de brigada, dejándolos fuera de combate con golpes de vara y patadas giratorias. Quedé yo solo, imaginándome el peor de los escenarios. Cerré los ojos esperando mi trágico final, pero solo escuché silencio. Cuando los abrí, Sun Wukong estaba mirándome fijamente, a escasos centímetros de mi cara. Podía sentir su respiración, fuerte pero calmada. Había dejado la vara en el suelo y parecía estar analizándome.

- Tang - habló el simio.

Acto seguido se dirigió hacia la corona y la agarró. Después volvió hacia donde me encontraba y me ofreció el tesoro. Retrocedí un paso, presa del miedo y el asombro, pero los ojos de Sun Wukong me transmitían seguridad y decisión. Acepté el obsequio.

- Tang - repitió el mono, apuntándome con el dedo. - Tú, rey.

Al escuchar esas palabras, entendí lo que aquel ser legendario quería decirme. Él estaba esperando durante siglos la llegada de un nuevo rey para China, y solo él sabría quién es el elegido. 

Y el elegido era yo.

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