La tentación.

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Durante los dos meses que vinieron después, nada cambió. Los miércoles por la tarde, a eso de las ocho, llegaban varios coches caros. Maldonado, siempre venía solo en su coche, con dos o tres hombres, jóvenes de cabeza rapada. Uno de ellos, se quedaba en el coche y los otros en la mesa que está delante de la puerta del reservado. Siempre venían más personas en coches de lujo a esas cenas, que entraban directamente al reservado. Casi siempre hombres. Muchos de ellos, bastante mayores, pero todos elegantes y educados. Entraban y Maria atendía el reservado exclusivamente. En la cocina se daba prioridad a ese cliente. El somelier, Frank, entraba una vez al principio y dejaba las botellas que habían pedido sobre una mesa, fuera del reservado. Nadie más entraba ni salía, hasta que a las doce o doce y media, los acompañantes de Maldonado se iban. Diez minutos más tarde, salía él y se marchaba sin saludar a nadie.

Para ese momento, siempre estaba en la puerta el coche esperándole. Ya había ido a dejar a la chica que había sido elegida esa noche y había vuelto. Vi a esas chicas haciendo el casting dos o tres veces más. Los miércoles apenas hay clientela en el restaurante y me empezó a llamar la atención todo aquello, así que si podía, cuando escuchaba llegar al todo terreno, salía a ver. Nunca eran las mismas chicas, pero siempre el mismo prototipo. Jóvenes, guapas y con cuerpos de redes sociales. Sobre todo muy elegantes y vestidas de forma impecable, de fiesta. Parecían todas hechas por ordenador, como si su única ocupación en la vida, fuera su imagen y su cuerpo, como si hubieran vivido toda la vida preparándose para ese casting. Cada miércoles una de ellas era elegida. Las otras tres serían despreciadas y no volverían a tener la oportunidad de presentarse a esa prueba.

Aquella semana, Maria se puso enferma en mitad del servicio de comida del domingo. Apendicitis. Le llevaron a Madrid a operarla y no se recuperó antes del miércoles siguiente. Después del servicio de comida ese día, Carlos nos reunió a Támara, a Míriam y a mí en su oficina. Dijo que había que atender esa noche el reservado y que si alguna estaba preparada para ello. Me presenté voluntaria. A pesar de que soy la que menos experiencia tengo de las tres, Carlos aceptó. Los nervios se apoderaron de mí toda la tarde. Yo ya había sentido que ese hombre, Maldonado, provocaba en mí un estado de ansiedad, por una parte, y una atracción fortísima por la otra. No sé bien que es eso que me atraía tanto de él, pero era consciente de que no podía controlarlo.

Ya todo el mundo sabía que él era quien había comprado y arreglado Villa Lola. Más de una vez, había visto su coche cruzando el pueblo de camino o regreso de la finca, aunque tiene los cristales tan oscuros que nunca sabía si él iba a bordo. La situación era delicada cuando los miércoles, él iba al restaurante. Si me lo cruzaba de camino al reservado, yo le miraba y cada vez, esa atracción que sentía hacia él, se volvía más animal y más básica. Sus ojos azules, fundían mi cerebro a pesar de que él nunca miraba a nadie a los ojos cuando se cruzaba con el servicio. El pelo largo y desaliñado me resultaba un imán, pero su cuerpo, me encendía de una poderosa forma. Más de una vez, me di la vuelta para mirarle por detrás y cada vez más, me imaginaba a ese hombre desnudo. Todo su aura era elegancia y discreción. Después llegaban esas chicas y todo ese fuego se convertía en decepción. ¿Por qué un hombre así, debía recurrir a profesionales?. Está claro que esas chicas, seguramente son las mejores profesionales que se pueda pagar con dinero, pero aun así, ¿ninguna mujer podía conquistar el corazón de ese hombre?. Tengo más que por seguro, que cualquier chica podría enamorarse locamente de un hombre como él. Físicamente es guapo y tiene un cuerpo privilegiado además de muy trabajado. Mide metro noventa por lo menos y tiene la espalda de un nadador profesional. Nada en él, resulta mediocre.

El señor Mal. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora