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05 de noviembre, 08:45 pm

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05 de noviembre, 08:45 pm

El auditorio del colegio Edevane (al que todos llamaban Templo, por alguna razón. Como si se tratara de un culto religioso) ya estaba repleto de padres e hijos, maestros que corrían de un lado al otro con listas en las manos, cuando Francis llegó con su madre. Fueron treinta minutos de la subdirectora del Edevane dando un discurso vacío y genérico sobre la importancia de fortalecer las relaciones padres-hijos, lo vital que resultaba la comunicación en una edad como aquella: El florecimiento de la juventud.

Durante toda la cátedra, la madre de Francis apretaba con fuerza el muslo de su hijo, con los ojos llenos de lágrimas. Francis miraba la puerta cada tanto, sus ojos tropezando con los de Adam, que estaba sentado junto a sus padres en la otra punta del auditorio.

Todos vestían trajes y vestidos formales, y habían globos plateados y dorados pegados en las paredes y el techo. Francis observó, completamente ensimismado en el pensamiento de cuánto más tardaría Graham en llegar, como un globo dorado se despegaba del techo y empezaba a caer con lentitud al suelo. El globo dio unas cuantas vueltas en el aire, balanceándose de un lado al otro, antes de tocar el suelo. Francis contó los segundos que pasaban hasta que cayera, las palabras de la subdirectora lejanas y el agarre en su muslo cada vez más fuerte. Tres, dos, uno.

El globo explotó, y todos se quedaron pasmados. Su madre lo soltó por la impresión.

Francis, instintivamente, se volteó hacia la puerta de entrada. Adam, curioso, hizo lo mismo. No había ningún rastro de Graham. La subdirectora rió con incomodidad al micrófono y continuó hablando. Francis carraspeó, sonriéndole nerviosamente a su madre.

—Iré al baño un momento.

Pasó silenciosamente entre las hileras de sillas repletas de personas hacia la puerta que conectaba el auditorio con un pasillo. Empujó la puerta con el cuerpo e intentó cerrarla, soltando un suspiro contenido, pero una mano sostuvo con firmeza la puerta antes de que la pudiera cerrar. Francis se volteó y retrocedió un paso.

Adam, con los ojos cerrados y un traje formal azul que parecía ser prestado por su hermano mayor, cerró la puerta con cuidado, separándolos a ambos de lo que ocurría en el auditorio. Las luces con sensor de movimiento del pasillo parpadearon antes de apagarse de repente, pues ambos jóvenes se habían quedado completamente inmóviles. Adam suspiró y levantó la mano en el aire, haciendo que las luces se volvieran a encender.

—Francis, ¿puedo preguntar por qué miras tanto la puerta? —preguntó Adam. Sus ojos lucían horribles bolsas oscuras y sus cejas, que naturalmente eran gruesas, empezaban a lucir descuidadas. Adam se había teñido el cabello de un brillante tono rubio a inicios del año escolar, pero se había oscurecido hasta adquirir un tinte cenizo para ese entonces, y sus raíces se empezaban a notar— ¿Estás esperando a alguien? ¿Graham, quizás?

—¿Por qué te importa?

Adam volvió a suspirar, con mayor pesadumbre esta vez, sonriendo con cansancio y agarrándose el cabello. Lucía recién salido del psiquiatra en ese momento, con el saco mal acomodado y los ojos de desquiciado. Lucía, extrañamente, similar a Francis. Francis tragó saliva, retrocediendo un paso más.

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