24. Fil de llum

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*Narra Bea* (los flashbacks en cursiva son narrador omnisciente)

Todo empezó el día que nos fuimos del hospital. Todos pensábamos que pronto volveríamos a estar juntos fuera, que los Pulseras Rojas estaríamos siempre unidos. Pero el tiempo fue pasando y Violeta no se terminaba de curar. Su tumor del pulmón volvía a salir una y otra vez y tenían que darle quimio tras quimio.

Al final, la única Pulsera Roja que se quedó en el hospital acompañando a Violeta fui yo. Yo siempre estaba con ella cuando le hacían sesiones o cuando necesitaba un hombro sobre el que apoyarse. Las dos nos hacíamos compañía en la soledad del hospital, que es mucho más difícil de sobrellevar.

Hasta que un día yo recibí el alta y tuve que volver a Madrid con mi madre al ser todavía menor de edad, así que Violeta se quedó sola en el hospital otra vez. Ya no quedaba ningún Pulsera Roja con el que ella contase. Violeta pensaba que ninguno volveríamos a ir a verla y volvió a convertirse en la chica solitaria que vagaba por los pasillos únicamente sobreviviendo.

De hecho, de todos los Pulseras, solo Ruslana fue a verla un par de veces cuando se mudó a Barcelona con su hermana para estudiar aquí. Pero poco tiempo después ella también dejó de hacerlo.

Violeta, cansada de perder el tiempo en su habitación antes de recibir única visita que llevaba esperando toda la semana, decidió bajar de un salto a su silla de ruedas y encaminarse hacia la salida del hospital, dispuesta a entretenerse hasta que Ruslana llegase. Aquel día notaba como algo iba a perderse en ella para siempre. Se fijaba más en todos esos enfermos cuyos seres queridos los acompañaban, notaba mucho más la presencia de esa gente que tenía alguien con quien contar, alguien con quien estar incondicionalmente.

Pero al final, como esa profecía que siempre se cumple aunque intente evitarse, las reglas no escritas del hospital estaban bien claras. Aquel que se iba de alta ya no volvía al hospital a ver a sus amigos. Y Ruslana tampoco fue esa excepción, desgraciadamente.

Violeta vio una figura delgada con cabellera pelirroja y ondulada salir por la puerta deslizante de la entrada del Vall d'Hebron. Llevaba una chupa negra de cuero y un casco de motera. Caminaba rápida y coja por su pierna ortopédica, pero no miraba hacia atrás. Violeta empujó a toda prisa las ruedas de su silla, agradecida por haber hecho caso a su instinto impaciente y, una vez en la salida, pudo ver con sus propios ojos como Ruslana se colocaba su casco y se montaba despreocupadamente en una moto que estaba aparcada en la entrada.

-¡Ruslana! –gritó la granadina, quien se encontraba totalmente perpleja ante la ignorancia que le estaba ofreciendo la que había sido su mano derecha en el hospital hacía apenas unos meses.

Ruslana se giró hacia ella por instinto y la miró con los ojos oscurecidos e impersonales. Esa fue la última vez que ambas se vieron en los últimos dos años. Ruslana arrancó su moto sin mostrar ningún signo de arrepentimiento y giró la rotonda del hospital para marcharse por la carretera sin intención de volver jamás.

Después de ese suceso, Violeta dejó de ser Violeta y perdió completamente su esencia. El golpe de parte de una de sus mejores amigas fue tan grande que su comportamiento cambió repentinamente. Había sentido en sus propias carnes los peores sentimientos que pueden aflorar en el ser humano: el abandono y la decepción.

-Pues yo no me lo creo. –me dice Dani, muy convencido y enfadado. –No me creo que tú no vinieses a ver a Violeta en todo ese tiempo.

-Es que yo no podía aún, Dani. –le digo con paciencia, sintiéndome también culpable por no haber contribuido a que Violeta nunca hubiese estado sola en un momento tan duro como lo es luchar contra un cáncer. –No pude venir a Barcelona hasta que no cumplí los dieciséis.

Pulseras Rojas (KIVI)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora