PRÓLOGO.

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    En las habitaciones más oscuras del palacio Highgarden, donde los pasillos resonaban con el eco de pasos solitarios, creció un niño llamado Vicencio. Su nacimiento había sido marcado por la tragedia; su llegada al mundo se llevó la vida de su madre, la reina, dejando al rey Harold con un corazón endurecido por el dolor, un corazón desgarrado por la partida de su esposa.

    Vicencio, con los ojos del color del cielo tormentoso y el cabello oscuro como la noche polar, nunca conoció la calidez de un abrazo paterno. Creció en la oscuridad de un padre que lo miraba con resentimiento, como si en él viera reflejada la pérdida de su amada esposa.

    Los sirvientes del palacio murmuraron sobre el pequeño príncipe, sobre cómo sus risas eran tan escasas como los días de sol en el invierno noruego. A medida que pasaban los años, el rechazo constante de su padre forjó en Vicencio un carácter reservado y soberbio. Se convirtió en un espejo del paisaje que lo rodeaba: majestuoso, imponente y frío.

    La soledad era su única compañera, y los libros, su único consuelo. En ellos encontraba mundos donde la tristeza no era una sombra perpetua, donde un rey podía ser amado por su pueblo y por su familia. Soñaba con ser ese tipo de monarca, pero cada sueño se desvanecía con el amanecer, cuando la realidad de su herencia volvía a pesar sobre sus hombros.

    El día en que el rey Harold partió de este mundo, dejando a Vicencio como único heredero de un trono que nunca deseó, fue el día en que las puertas del palacio se cerraron con aún más fuerte, encerrando al joven rey con los fantasmas de su infancia.

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