10. LA SOMBRA DEL REY.

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Issy.


   Permanezco ajena a la conversación que sostienen mi hermano y el rey; la cena ha transcurrido entre sus palabras efusivas, producto de un reencuentro que parece haberlos revitalizado. Compañeros de antaño en Oxford, su charla incesante durante el banquete ha tornado mi velada en una tortura silenciosa.

  La ausencia de mi padre pesa como una losa, ensombreciendo aún más el día de mi boda, que imaginé como un evento lleno de amor y cercanía. Sin embargo, me veo rodeada de rostros desconocidos, figuras vacías que no albergan significado alguno para mí.

  — ¿No es así, Issy? —La voz de Marcus me arranca de mis cavilaciones, aguardando mi respuesta con expectación. No obstante, mi atención había vagado lejos del tema en cuestión.

  — Disculpa, no estaba atenta —confieso, desviando la mirada hacia mi hermano para eludir el escrutinio del rey, cuyos ojos no han cesado de perseguirme desde la distancia.

  La mesa aristocrática nos divide, imponiendo la distancia que dicta el protocolo real.

  — Le comentaba a Vicencio que siempre has tenido un don especial para las artes y la sensibilidad —asiento, dirigiendo una mirada fugaz al rey para ocultar mi desdén. De no ser por la presencia de Marcus, aún estaríamos en el jardín, sumidos en una acalorada discusión. —No tengo dudas de que serás una reina excepcional.

  El calor de su palma sobre mi espalda me sobresalta. Nuestros ojos se encuentran, y una oleada de nerviosismo me invade al sentir la furia contenida en la mirada de Vicencio, avivando la tensión latente entre nosotros.

  — Estoy convencido de que encarnarás a la reina perfecta —afirma con una voz cargada de seducción, sin apartar sus ojos grisáceos de mí, intentando desarmarme con su intimidante mirada.

  Un silencio tenso se cierne sobre nosotros por unos segundos eternos, exacerbando la incomodidad del momento bajo la fija y amenazante mirada de Vicencio.

  — Marcus —me levanto, interrumpiendo la situación—, perdóname, pero me siento exhausta —expreso, anhelando abandonar la sala a la mayor brevedad.

  — Por supuesto, debes estar muy cansada —responde con comprensión.

  Me dirijo hacia la salida del comedor, seguida por mi doncella Agatha, cuya presencia se ha vuelto una constante en mi vida. Antes de partir, me detengo bajo el dintel para ofrecer una despedida cortés a mi prometido, quien preside la mesa desde su silla principal.

  — Majestad —sonrío con fingida cortesía—, desearía poder disfrutar más de su compañía, pero el sueño me vence.

  — Lo entiendo —replica él, lanzándome una mirada que parece querer atravesarme—. No se preocupe, excelencia —pronuncia la última palabra con un tono tan profundo y seductor que resuena en el aire.

  Apresurada, atravieso el umbral de mi habitación y me desplomo sobre la cama, el alma exhausta por el día calamitoso que he enfrentado. Me despojo del vestido opresor, cuyo corsé me ha robado el aliento, y exhalo un suspiro de alivio al liberarme de su tiranía.

  Con gratitud, me envuelvo en una bata de satén y me deslizo bajo las sábanas acogedoras, anhelando el dulce escape del sueño.

  Pero el descanso es esquivo, y mi mente vaga hacia el recuerdo de nuestro beso, casi trascendental, interrumpido por la sombra de Rigel y sus actos imperdonables.

  Me revuelvo inquieta, buscando en vano el abrazo de Morfeo. Mi móvil se convierte en mi refugio, pero solo encuentro ecos de esa maldita foto que aún domina las tendencias. Acosada por la prensa, me vi forzada a cambiar mi número, ansiando un ápice de privacidad antes de asumir el trono de un reino que, hasta hace dos semanas, me era ajeno.

  Busco consuelo en la quietud nocturna, una compañera más fiel que el insomnio que ahora me habita. La oscuridad me envuelve, y solo la luz tenue de una lámpara me guía a través del pasillo hacia la vasta cocina. Allí, si mi madre pudiera contemplarla, no dudaría en hornear sus delicias diarias. Bebo un vaso de agua, apoyada en la isla central, y un suspiro de nostalgia se me escapa.

  De repente, las notas de un piano capturan mi atención. Es una hora indecorosa para la música, y el palacio debería estar sumido en el silencio. Los pasillos se extienden, intimidantes en su amplitud, y nunca antes había explorado el ala sur. Pero la melodía me seduce, me arrastra hacia su origen.

  Con la lámpara en una mano y la otra sobre mi pecho, que se hiela con cada nota, me acerco a unas escaleras que descienden a lo que parece un sótano. La música me guía a través de un corredor flanqueado por puertas hasta la última de ellas.

  La melodía cesa, y la oscuridad me envuelve. El miedo a la soledad me asalta, pero la curiosidad me impulsa a descubrir los secretos tras esa puerta. Estoy a punto de girar el pomo cuando...

  — Debería estar durmiendo a estas horas — la voz de Vicencio me sobresalta, acelerando mi pulso.

  Respiro hondo y me vuelvo para marcharme, pero su mano captura la mía.

  — ¿Por qué huye de mí? — Su mirada busca la mía, que evito, temerosa de perderme en el gris de sus ojos. — Siempre escapa de mi presencia como si le repugnara.

  — Lo que usted despierta en mí... — me zafó de su agarre — me perturba que mi corazón se acelere con solo una mirada suya.

  — No mienta, se le da terriblemente mal — replica él, sosteniendo mi mirada antes de darse la vuelta.

  — Si prefiere creer que miento, adelante — replico con firmeza, subiendo las escaleras, esperando que me detenga, que me envuelva con su aroma que ahora se niega a abandonar mis sentidos. Pero sus palabras me llenan de desilusión.

  — Arranque de sí cualquier sentimiento hacia mí, pues yo no deseo sentir nada por nadie.

ENGAÑO REALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora