6. PROPUESTA INESPERADA.

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Issy.


  El silencio se había apoderado del interior del vehículo, extendiéndose lagos minutos que parecían horas interminables. La persecución de los periodistas, ávidos de escándalos, nos había obligado a huir como criminales buscando refugio en la limusina. Humboldt, el hombre de mediana edad al que había conocido en el hotel, conducía con serenidad, mientras nosotros nos sumíamos en un incómodo mutismo en la parte trasera de la lujosa y amplia limusina.

  Estar junto a un rey, en estas circunstancias, me resultaba surrealista. La tensión del silencio me empujaba a romperlo, aclarando mi garganta para captar la atención del hombre perdido en sus pensamientos.

  —¿Qué iba a decirme en el hotel? —pregunté, movida por una curiosidad que superaba la vergüenza de la situación a la que mis impulsos me habían llevado.

  —Cásese conmigo —propuso con rapidez tal vez para no tener tiempo de pensar en su descabellada propuesta, dejándome paralizada. ¿Casarnos?—. Tendrá libertad económica y todo será bajo contrato. Puedo ofrecerle el apoyo necesario para llevar su galería de arte a Europa.

  — Eh, yo... Yo— el nerviosismo que me abruma me hace tartamudear—. Nn, yo, no, no...

  Mis palabras se atropellaban, traicionadas por los nervios. Casarse no era algo que se tomara a la ligera. No lo conocía y, ¿cómo sabía de mi galería de arte? Había mantenido ese proyecto en el más estricto secreto, tanto que ni siquiera mi hermano estaba al tanto de su existencia, aunque ahora empezaba a dudar de si realmente era un secreto para él o solo fingía no saber.

  Los nervios se intensificaron, desencadenando una hiperventilación. Demasiado peso caía sobre mí: la traición de Rigel, el descubrimiento de mi padre y hermano sobre la galería, el escándalo que me esperaba por la foto del beso, y la impulsividad que me había metido en este lío. Y lo peor. La imagen de Rigel sobre mí no se desvanecía, sus manos tocando mi piel; él gimiendo de placer y mis sollozos apoderados de la habitación.

  Un pitido resonó en mi cabeza, desatando un dolor insoportable, sus manos borrando mi inocencia. Solo oía voces distantes que alteraban más mi estado hipnótico.

  —Señorita Jones, ¿está bien? —No podía enfocarme en los ojos grises, la imagen de Rigel era más poderosa que cualquier otra cosa con la que intentara distraerme—. Humboldt, detén el carro.

  Intentó tomar mi mano para llevarme hasta afuera, pero no podía concentrarme en su mirada, y mi ansiedad se disparaba.

  Mis respiraciones se volvieron agitadas, mareándome hasta caer en sus brazos. Un beso inesperado me devolvió a la realidad, nuestras lenguas entrelazándose en una danza apasionada y el calor de sus labios abrazando los míos. Me perdí en el momento, pero al recuperar la conciencia, retrocedí.

  Mis mejillas ardían, deseando continuar aquel beso robado. Sin control, mi mano se alzó, dejando una marca en su pálida piel. ¡Qué locura! La vegetación noruega nos rodeaba, y un bosque se erguía a nuestra izquierda.

  Con irritación, sujetó mis antebrazos con fuerza, altivo me llevó hasta su pecho.

  —Si la besé, fue para calmar su crisis —dijo, clavando su mirada en mí—. Y si se ha puesto violenta, seré claro para terminar con esto.

  —No me casaré con alguien a quien no conozco —repliqué, también molesta, podía ser muy rey de Hohen no sé qué, pero eso no le da derecho de obligarme a nada.

  —Poco me importa lo que quiera hacer —respondió con desdén—. No le pregunté su opinión; tiene el deber de casarse conmigo— sus ojos apuñalan los míos con molestia en sus pupilas—. No le pedí que me besara ni que hiciera creer a todos ser mi futura reina.

  Sus palabras eran firmes y, aunque no me asustaban, imponían autoridad.

  —Lo hará, le guste o no, usted ahora es la solución a mis problemas— aclaró con una voz profunda—. La camara de Lores quiere una reina, y usted ha manchado mi imagen contra todos, eso solo lo voy a reparar al llevarla al altar y hacerla mi mujer.

  Me liberé de su agarre y, tomando aire, busqué el valor que me faltaba, el valor del que siempre carezco en momentos como estos, pero ahora me es muy necesario encontrar en cualquier lugar que esté.

  — ¡Lo siento!— grité—. Sé que no voy a arreglar nada con esto, pero lo siento. Estaba pasada de tragos y aún así eso no justifica mis actos.

  — No me interesan sus lamentaciones, eso no solucionará mi situación,— el enojo aún le hace brillar los ojos— o mejor dicho la situación en que usted me metió, y usted me va a sacar.

  —¿Podría al menos saber su nombre? —indagué, buscando en su mirada algo de humanidad. Si realmente era un rey, no podía hacer oposición a su propuesta, sería muy descabellada la idea de rechazar a un rey, eso sería declarar la guerra o invitarlo a ser mi contrincante.

  — Vicencio Sterlingham, rey de Hohenberg —dijo, suavizando su expresión al encontrarse con la mía.

  Respiré profundamente antes de contestar.

  —Isidora Jones, pero prefiero que me llame Issy si en algún momento nos llegamos a tutear—respondí, cautivada por su mirada—. Me disculpo por lo de ayer, repito estaba bajo los efectos del alcohol.

  —Sus disculpas no cambian la situación ante la cámara de lores que exige una esposa —se acercó, acelerando mi pulso—. Una esposa que ahora ven en usted por su imprudencia.

  —Lo siento —dije, bajando la mirada.

  —No se disculpe —sus palabras aliviaron mi culpa—. Usted será la solución a mis problemas, siempre y cuando no se oponga, lo cual no le recomiendo— advierte en un tono amenazador—. ¡Por fin podré librarme de las duquesas, condesas y ladies que buscan un romance conmigo!

  —¿Por qué me elige a mí, teniendo tantas opciones?

  —Usted carece de título, y eso disgustará a la corona que espera una dama de sangre noble— no sabría si tomar eso cómo un halago o una ofensa—. No me casaré con alguien que elija la corte; lo haré con quien yo desee, y usted será la reina de mi reino.

  Lo observé, considerando su oferta. Tragué saliva saboreando todo lo que su propuesta podía acarrear. Cerré los ojos, imaginando el poder, el dinero y un reino a mis pies.

  Todo lo que necesitaba para ser una gran artista y expandir mi galería de arte.

  —Acepto, con una condición —dije, esperando su reacción.

  — ¿Qué condición?— su rostro mantenía una expresión de hastío que no me sorprendió.

  — No tendremos sexo,— aclaré— no sin ser necesario.

ENGAÑO REALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora