15. PRISIÓN DEL CORAZÓN.

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Vicencio.

   Impaciente, aguardo tras la puerta del aposento de la reina. Mi mente torturada con preguntas sin respuesta, la más inquietante entre ellas; ¿quién es Rigel? Nuestro beso la perturbó hasta el punto de la alucinación, culminando en un desmayo. Un enigma de su pasado me desafía a ser descifrado.

  Humboldt me observa, su mirada sigue mi incesante deambular frente a la puerta, anhelante de noticias del médico que tiene más tiempo de lo normal dentro de la habitación.

  — Majestad, mantenga la calma —sugiere mi asistente, y no puedo contener la fulminante mirada que le devuelvo tras su gran consejo, ¡Cómo no se me había ocurrido calmarme!—. La reina estará bien.

— Lo sé, Humboldt, pero hay secretos en ella que desconozco. Secretos que tú me ayudarás a desentrañar — replico con una mirada cómplice —. Comienza por averiguar quién es ese tal Rigel y por qué Issy se altera tanto al oír su nombre.

  La puerta se entreabre y me precipito hacia el doctor del palacio en busca de respuestas.

  — Calma, majestad — dice, como si sus palabras pudieran apaciguar mi tormento —. La reina estará con nosotros por mucho tiempo; solo ha sido una leve caída de presión, quizás por el estrés reciente.

  — Entendido — respondo, sintiendo un alivio momentáneo.

  — Ahora, puede gozar de su noche de bodas, majestad — comenta con una sonrisa que no me digno a corresponder por su inoportuno comentario.

  ¿Cómo podría disfrutar de una noche de bodas cuando cada beso, cada roce, la perturba? Además, expresó su preferencia por dormir en estancias separadas, como si mi presencia le fuera indeseable, tan indeseada que prefiere la soledad a compartir cualquier aposento junto a mí.

  Penetro en la estancia y busco esos ojos castaños que han turbado mis noches en sueños que no logro descifrar. Ella está erguida, contemplando la noche a través de la ventana que se abre al firmamento estrellado y llamativo.

  — No debería estar en pie — le digo con una suavidad que no reconozco en mi voz a la hora de dirigirme a cualquiera que no fuera ella —. Debe reposar.

  — Estoy bien, majestad — responde con un orgullo que desafía la lógica común —. Fue solo un desmayo.

  Envuelta en un albornoz que apenas cubre sus rodillas, sus piernas delineadas ofrecen una visión espléndida, y me pierdo en la perfección de la mujer que tengo ante mí antes de hacer la pregunta que no he dejado de hacerme tras su inesperada reacción en el comedor.

  — ¿Quién es...?

  — Nadie — interrumpe mis palabras, girándose bruscamente y mostrándose más alterada de lo necesario —. Le suplico que olvide lo ocurrido.

  Intento acercarme para tranquilizarla, pero mi presencia parece inquietarla aún más, retrocediendo perturbada con el simple recuerdo hasta quedar acorralada contra la pared, intensificando la tensión en el ambiente.

  Mis ojos se posan en su busto, apenas velado por el satén, pero ella se cubre, como si mi mirada la incomodara.

  — ¿Le hizo daño ese hombre? — pregunto, temiendo la respuesta, y ya alterado por la visible angustia de la reina ante la mera mención de él. Guarda silencio, dejando mi pregunta suspendida en el aire, pero insisto — ¡Hábleme!

  Mi voz firme resuena contra las paredes, pero ella se niega a responder, dándome la espalda e intentando ocultar su rostro, aunque ya he visto las lágrimas asomar en sus ojos, dándome la respuesta que temía.

  — Si ese hombre le causó daño, créame, no vivirá para contarlo — afirmo al verla abrazarse a sí misma, buscando consuelo en sus propios brazos. La culpa logra avasallarme al verla sola buscar consuelo en sí misma.

  Me aproximo y acuno su rostro delicado entre mis manos, procuro sus ojos almendrados buscando el verdor que tanto me ha encantando de ellos, confirmando mis sospechas. Una lágrima resbala por su mejilla; con un dedo la borro, deseando poder borrar así todos sus tormentos. Nos encontramos conectados en un momento de profundo silencio, intimando más con nuestros sentimientos que con nuestros cuerpos. Ella se refugia en mis brazos, soltando un sollozo que, aunque intenta sofocar, llega a mis oídos. Respondo a su abrazo, y el tiempo parece detenerse, sin que el contacto resulte incómodo por primera vez, Acaricio su cabello suelto y ella levanta la mirada hacia mí.

  — Ahora es mi esposa — digo, sin apartar los ojos de ella, deseando llenar cualquier vacío en su ser —. Y no permitiré que nada ni nadie le haga daño, aunque tenga que acabar con el mundo para mantenerla segura.

  — Quédese — pide con los ojos brillando por las lágrimas contenidas en ellos —. No quiero estar sola.

  Respondo en un asentimiento antes de volver a llevarla contra mi pecho buscando con un abrazo decir las palabras que el orgullo y tal vez mi cobardía no me permiten dedicar a la mujer que ha despertado todo aquello que pensé nadie podía avivar en mí, por creer que mi prisión al corazón sería más fuerte que lo que causa en mí.

ENGAÑO REALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora