17. EN BRAZOS DEL REY.

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Issy.

  El choque de nuestros cuerpos es el único sonido reservado en la alcoba nupcial, testigo de nuestro regocijo los últimos días. Mis movimientos sobre su regazo parecen ser sensuales, mantiene sus manos en mi trasero guiando mis caderas invadidas por él. No sé qué hago, pero parezco hacerlo bien por su expresión placentera, sus jadeos acompañados de los míos abordan la habitación.

  — Me encantas— sus palabras me alientan a continuar sobre él hasta sentirme complacida con sus fluidos en mí. Araño su pecho con las piernas acalambradas por el orgasmo que nos lleva a la gloria.

  Lo beso en los labios un gesto fugaz antes de envolverme en el albornoz de satén.

  — Hagámoslo otra vez — propone él desde la cama, su mirada es un desafío, una invitación que provoca volver al calor de sus brazos.

  — No — respondo, mi voz es firme, pero mi corazón late con indecisión provocada por su propuesta —. Ahora soy la reina, y el reino no se gobierna desde las sábanas.

  — Como desee, su majestad — se levanta, su reverencia es un baile de sombras y luz, su desnudez una estatua de mármol en movimiento. Una risa se escapa de mis labios, un eco de la tarde que se desvanece mientras me dirijo a mis aposentos.

  Como cada tarde, Agatha me espera, su silueta recortada contra la habitación bañada en luz solar. La ducha es un bálsamo, el agua desciende como caricias sobre mi piel. La frescura de la tarde es un regalo, un susurro del Márques Benegas que ha cruzado mares desde África para visitar Hohenberg.

  Tomo una respiración profunda, permitiendo que Agatha ajuste el corsé que me dibuja y restringe. La visita del Márques, descubro junto a ella, es un presagio de alianzas y tratados fronterizos. La realeza es un libro cerrado para mí, pero Agatha es la llave que abre sus páginas ante mis ojos desconocedores de todo lo oculto para mí.

  Descendemos las escaleras, yo con un entusiasmo que rebosa, ella con la gracia de su oficio. El rey, mi rey, ha sabido cómo satisfacer mis anhelos los últimos días. Mi vestido, largo y rojo vino, es un susurro de elegancia y poder.

  — Resplandeciente, su majestad — el rey me saluda con una reverencia que es promesa y poesía. Mis labios se curvan en una sonrisa que no puede ocultar la felicidad que me inunda al encontrar el gris de sus ojos que apaciguaron mis noches en las que hemos llenado el palacio de nuestros gemidos y fluidos.

  Él besa mi mano, un gesto de caballerosidad de otro tiempo que sonroja mis mejillas con su contacto. Su traje negro y su corbata son el lienzo de su porte regio. Sus ojos grises, tormentosos y tranquilos, han sido mi perdición y mi salvación.

  — Usted también está muy distinguido, su majestad — comento mientras la noche se cierne sobre nosotros, y las estrellas comienzan a titilar en el firmamento —. Me gustaría admirar las estrellas en el jardín — sugiero, mi voz es un susurro de deseo.

Él asiente, y juntos nos adentramos en la noche. Las estrellas nunca han estado tan cerca; el cielo es un reflejo de sus ojos, capaces de desatar tormentas y de otorgar paz.

  — Mi padre vendrá a visitarnos después de la luna de miel — anuncio, mi voz es un hilo de anticipación a la llegada de mi progenitor.

  — Será un honor conocerlo — responde, entrelazando mis dedos con los suyos.

  — Él es... — vacilo, buscando las palabras —, digamos que tiene un carácter fuerte.

  Su sonrisa es un faro en la oscuridad.

  — No puede ser más difícil que el antiguo rey — comenta, aunque su sonrisa se atenúa.

  — ¿Cómo era él? — pregunto, movida por la curiosidad.

  La pregunta lo incomoda, y un silencio se extiende entre nosotros.

  — Era un hombre de carácter firme — finalmente dice, su tono es una mezcla de respeto y distancia al tema que le ha quitado la sonrisa de los labios manchando su rostro de seriedad.

  Decido no indagar más, respetando el velo de silencio que se ha tejido.

  — Disculpe si le he causado alguna molestia — me disculpo, buscando su comprensión.

  — No hay nada que disculpar, con usted puedo hablar de cualquier tema — asegura, y su halago es un bálsamo para mi alma.

  Nuestros labios se encuentran en un beso que es pasión y deseo de estar uno desnudo sobre el otro. La llegada de Humboldt interrumpe nuestro momento.

  — Majestad, el marqués ha llegado al palacio — anuncia, su voz es un recordatorio de los deberes que nos esperan tomo una profunda respiración llenando mi valor.

  Caminamos juntos, hombro con hombro, un lazo invisible de emociones recién han despertado nos une mientras cruzamos el umbral del palacio. La vasta sala nos recibe, ya habitada por la presencia del marqués, cuya estatura y porte comandan atención inmediata. Su piel, dorada por el sol, me había llevado a imaginarle como un hombre de avanzada edad.  Sin embargo, frente a nosotros se revela un hombre de juventud sorprendente, tan fresco como el rey que, aferrado a mi brazo, comparte mi paso.

  — Su majestad —saluda con una reverencia profunda antes de erguirse con elegancia. Su atuendo negro resalta su figura sofisticada.

  — Marqués, es un honor tenerlo entre nosotros esta noche —responde mi esposo con calidez, extendiendo su mano en un firme apretón. Yo, por mi parte, opto por un asentimiento cortés, manteniendo la formalidad.

  La velada se despliega con una gracia inesperada, entrelazando conversaciones de diversa índole en el comedor real, donde las palabras fluyen tan libremente como el vino.

ENGAÑO REALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora