19. CONDE DE HOHENBERG.

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Omnisciente.


  El repique de las campanas resonó por todo el pueblo, acogido con pompa y júbilo. Vicencio Sterlingham, conde de Hohenberg, un título motivado por la cortesía, pues portaba un futuro más prometedor incluso antes de su nacimiento: estaba destinado a heredar el trono. La alegría reinó en el palacio hasta que una fría noche, envuelta en la bruma salina del Mediterráneo, la muerte se llevó a la reina. Era una mujer de ojos grises y luminosos, que brillaban bajo el fulgor lunar, con cabellos tan negros como el ébano y una piel pálida y delicada.

  La noche en que el niño vino al mundo, el rey Harold recorrió el palacio entero, ostentando a su joven heredero. Amante del mar y de la serenidad palaciega, siempre lo recibía con calidez.

  — Es un varón— alzó los brazos mostrándole con orgullo su heredero a la corte—, es Vicencio Sterlingham conde de Hohenberg.

  Sin embargo, pocas horas después del ansiado alumbramiento, la reina falleció, dejando un vacío en el corazón del rey, semejante a una estaca de hielo atravesando su pecho, congelando su alma. Las puertas del palacio se cerraron, prohibiéndose toda celebración, pues todo le recordaba a ella, especialmente el pequeño conde, su vivo retrato.

  El rey, atormentado por el recuerdo de su esposa, aborreció la mirada del niño, tan gris como los ojos que una vez le robaron el corazón. Huyendo de todo, incluso de su propio hijo, se recluyó en el palacio de Noruega y confinó al conde en la estancia más sombría, no conoció el afecto que brinda un padre a un hijo, no se sintió más dichoso. Prefirió cualquier lugar antes que volver a estar con él.

  — No quiero ver a ese niño jamás, Humboldt, ocúpate de él— ordenó al entregar al infante a sus sirvientes, condenándolo al olvido. No volvió a mirar aquellos ojos que la reina había traído a la vida hasta que, enfrentado a la muerte, sintió la necesidad de recordar aquel gris para evocar los años de felicidad que le había brindado.

  La soledad se convirtió en su única compañera del pequeño conde, desconocedor del motivo que llevó al rey a despreciarle de tal forma que solo subía al palacio para visitas diplomáticas, las melodías del piano se volvieron su refugio y las rejas en el motivo de su añoranza. Creció vacío, anhelando un abrazo más cálido que el de su inquebrantable guardián. En cuanto tuvo edad, escapó a la universidad, bajo la excusa de estudiar, cuando en realidad lo que deseaba era descubrir el mundo.

  — Lo único que extrañaré de este maldito palacio será a tí Humboldt.

  Ansiaba ver más allá de lo que sus ojos alcanzaban, conocer lo que se ocultaba tras los muros del palacio. Las escapadas nocturnas en Hohenberg no eran suficientes; era imperativo huir del rey, de aquel que debería haber sido su protector.

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