13. MATRIMONIO REAL.

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Vicencio.


Había soportado una tarde entera de conversaciones intrascendentes, temas que me eran indiferentes en este momento. Me había conformado con observar a mi esposa desde la distancia, deslizándose entre los invitados que se agolpaban ante ella, el hermoso vestido blanco la hace parecer algún ser angelical.

  Cada vez que anhelaba tenerla cerca, me veía obligado a alejarme para atender a mis propios invitados, cuya presencia me resultaba tediosa teniendo en cuenta que me estaba perdiendo la presencia de Isidora que es la única que deseo tener en este momento. Anhelaba un momento a solas con ella, pero el protocolo y mi conducta de monarca ejemplar me impedían ignorar a aquellos que se acercaban con asuntos ajenos a mi matrimonio.

  En medio del bullicio, vi al general Buckingham abrirse paso hacia mí llenando mi semblante de amargura, aquel hombre, lo poco que recuerdo de él es que era un viejo amigo del difunto rey. A pesar de mi deseo de evitarlo, no podía permitirme ser descortés, lo que me obligaba a saludarlo.

  —Majestad —saludó, realizando una reverencia torpe apoyándose en su bastón. Era un hombre de unos sesenta años—. Mis condolencias, la pérdida del rey aún pesa en nuestros corazones.

  —Es cierto —respondí, sin esforzarme por prolongar la conversación con referencia al difunto rey, que es la última persona en la cuál me intereso en hablar y menos aún con un desconocido. Lo único que podríamos discutir sería política y asuntos de estado, temas que no capturaban mi interés en ese momento.

  Recorrí el jardín en busca de mi esposa, que se había perdido entre la multitud. Sin embargo, su cabellera castaña era inalcanzable. Dejé al general atrás y me dirigí hacia Humboldt, quien, para mi sorpresa, estaba acompañado de Agatha.

  —¿Dónde está la señorita Jones? —pregunté a su doncella, que se encontraba inusualmente sola.

  —Pronto estará aquí, majestad. Se está preparando para su primer baile —respondió ella. Busqué refugio en la comodidad y privacidad del palco reservado para los recién casados huyendo a los saludos de los invitados que parecían perseguirme.

  Las redes sociales bullían con comentarios sobre mi boda con Isidora, la prensa no perdió tiempo para publicar la ceremonia de nuestra boda. Los aplausos de la multitud me hicieron centrar mi atención en la entrada del jardín.

  Ella apareció, su cabello caía en ondas perfectas sobre sus hombros, adornado con un collar de diamantes que hacía juego con la corona en su cabeza. No solo lucía elegante, sino también tentadora con su vestido azul turquesa de corset al estilo del siglo XIX. Mis ojos quedaron cautivos ante su belleza, y me levanté para escoltarla a la pista de baile. La música inundó el ambiente con las melodías del tercer verano, y nuestras piernas nos movieron por el salón en un duelo de miradas por el control.

  —No sabía que bailara tan bien —comenté, rompiendo el silencio que nos envolvía sin dejarme caer en la tentación de su pronunciado escote que llamaba mi atención tentando mi poca control.

  —Tomé clases durante su ausencia —replicó ella sin apartar la mirada, siguiendo mis pasos bajo la atenta mirada de todos—. Pero cómo iba a saberlo si ha estado evitándome.

  Sus palabras, cargadas de reproche, me hicieron buscar las palabras adecuadas para no empeorar las cosas y arruinar el momento.

  —Parece que no me perdona mi huida —dije, disfrutando de la sorpresa en su rostro al escuchar mis palabras sinceras, palabras que sé ha deseado escuchar.

  Me ignoró, provocando una risa traviesa que fue interrumpida por el final de la música. Los espectadores aplaudieron mientras nosotros nos dedicábamos una reverencia antes de dirigirnos a la mesa de los novios. Ella intentó evitarme, caminando con prisa, pero, bajo el pretexto de mantener las apariencias, tomé su mano para llegar juntos a la mesa, proyectando la imagen de una pareja feliz bajo la mirada de todos los presentes que sé esperan atentos la caída de este matrimonio.

  —Compórtate —le ordené al sentarnos, con una sonrisa forzada para el público—. Al menos intenta simular un poco de felicidad.

  —No se me da bien fingir —respondió con amargura en su voz y en su rostro—. Pero veo que a usted le sale a la perfección —su tono sarcástico me hizo mirarla, ofendido por la insinuación.

  —Me he acostumbrado con el tiempo —admití, mirándola a los ojos.

Nos sumimos en un silencio que no era incómodo, sino íntimo. Solo ella y yo, sin las interrupciones habituales de terceros, suavizamos nuestras expresiones. Sentí el impulso de tomar su mano en la mía, un deseo que iba más allá de mi propia voluntad.

Una hora después, nos retiramos de la recepción y subimos a la limusina conducida por Humboldt. El silencio entre mi esposa y yo se había prolongado desde nuestra conversación en la fiesta. Ella, altiva, fingía estar ocupada leyendo un periódico, era más que obvio que su atención no estaba en la información del periódico, estaba leyendo desde que subimos a la limosina y no creo que tenga tanta información como para tomar media hora leer unas cuantas líneas.

  —¿Qué tanto interés tiene ese periódico? —le arrebaté el periódico de las manos molestando para acabar con mi aburrimiento y ver su enojo que siempre le hace sonrojar las mejillas.

  —Devuélvame el periódico, majestad —dijo ella con las mejillas enrojecidas por la molestia que se nota en sus ojos oscurecidos. ¿Majestad? Aún me llamaba así, como si no comprendiera que ahora éramos marido y mujer.

  —No soy su majestad —le dije, mirándola fijamente—. Soy su esposo, y prefiero que me llame Vicencio de ahora en adelante.

  —Tranquilo, me he acostumbrado a llamarlo majestad —su indiferencia me irritaba tanto como su aparente determinación a evitar cualquier cosa relacionada con nuestro matrimonio.

ENGAÑO REALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora