7. LAS PUERTAS DEL PALACIO.

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Issy.

Un asombro inédito se apodera de mis venas al cruzar el umbral del imponente palacio de estilo románico. Humboldt, la sombra inquebrantable del rey, porta su saco con lealtad canina mientras avanzamos por el vestíbulo, bañado en luz solar. El castillo, testigo de siglos, se despliega ante nosotros con sus majestuosos pasillos bifurcados en dos alas: la sur y la norte. Los jardines, un espejo del bosque nativo, abrazan la estructura con su verdor.

  Los corredores se engalanan con ventanales que capturan la luz y puertas colosales que se abren al jardín. Sigo al rey, cuyo paso apresurado es fielmente seguido por Humboldt. Mi mirada se pierde en la intensidad del jardín, donde sirvientes de negro y centinelas custodian cada rincón.

  — Le presentaré al personal. Es importante que los conozca, ahora que residirá aquí —dice el rey, refiriéndose a nuestro acuerdo de refugiarme en el palacio, lejos de la vorágine periodística.

  — Entendido —respondo, aún fascinada por el jardín, antes de ser conducida a un salón donde nos esperan más de quince sirvientes en uniforme.

  Sus miradas me escrutan, como si fuera un enigma a descifrar.

  — La señorita Jones, mi prometida —anuncia el rey, tomando mi mano y atrayendóme hacia él—. Permanecerá aquí hasta nuestro enlace. —Se dirige a una mujer de mediana edad que avanza con una reverencia—. Prepara la suite principal para ella.

  — Será un honor, majestad —responde la mujer, retirándose con una reverencia sutil, seguida por dos jóvenes asistentes.

  La ama de llaves, la señora Cooper, me invita con un gesto a seguirla. Caminamos juntas, escoltadas por las asistentes.

  — El rey nunca ha considerado seriamente a sus pretendientes, a pesar del anhelo de la corte por su matrimonio —comenta la señora Cooper.

  Me pregunto internamente cómo responder a tal revelación.

  — Isadora Jones —me presento con voz tenue—, pero prefiero Issy.

  Nos detenemos ante una puerta monumental. La señora Cooper la abre, revelando una habitación tan espléndida como mi apartamento en Brooklyn, con un balcón que ofrece vistas al jardín.

  — Hay vestimentas en el armario —informa, retrocediendo—. Si algo no es de su agrado, hágamelo saber. Esta es su estancia, excelencia.

  Cierro la puerta tras la partida de la ama de llaves, quedándome sola en la habitación. Ignoro las llamadas de Marcus; no estoy lista para sus preguntas. En su lugar, envío un mensaje:

  «¿Qué tal si adelantas tu viaje a Noruega y me haces compañía unos días?»

  No puedo simplemente anunciarle que me casaré con un rey. Debo decírselo en persona, por eso le pedí a Vicencio unos días antes de informar a la corte. Sería cruel que mi hermano se enterara por las redes sociales de mi inminente enlace real.

  Exhausta, me dejo caer en la cama, y el sueño me envuelve en su cálido abrazo.



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ENGAÑO REALDonde viven las historias. Descúbrelo ahora