El amor, como un reto impuesto por las estrellas, se volvió aún más desafiante cuando dos almas opuestas se encontraron. Él, en su grandeza de años y vivencias, se erigía como un gigante ante mis ojos jóvenes y llenos de ilusiones. Era un mundo desconocido, una puerta hacia formas de vida que jamás había imaginado.
Su presencia, envolvente y peligrosa, ejercía una atracción ineludible. Una sombra oscura y seductora parecía rodearlo, como un halo de misterio que susurraba secretos al oído. Había en él algo que obligaba a mirarlo, un magnetismo inquebrantable que capturaba la atención y avivaba la curiosidad.
Sus ojos verdes eran mares profundos donde uno podía perderse y encontrarse al mismo tiempo. Lavaban el alma con una mirada, desnudando verdades escondidas y despertando deseos ocultos. Esa dualidad, ese juego entre la luz y la oscuridad, era lo que lo hacía irresistible, lo que me invitaba a descubrir nuevas maneras de existir.
Era un viaje a lo desconocido, una aventura que me dejaba entrever la vida desde ángulos insospechados. Él me mostró que el amor, en su esencia más pura, es un desafío constante, una danza entre opuestos que se complementan y se retan, creando un equilibrio perfecto en su aparente contradicción.
Así, me dejé llevar por la corriente de su aura negra y sus ojos de esmeralda, aprendiendo que el verdadero amor se encuentra en la valentía de enfrentar lo desconocido y en la magia de dos mundos que, al chocar, crean un universo propio y único.
