Prólogo

52 2 0
                                    

El grito de mi madre me sacó de mi ensoñación y pasé de estar profundamente dormida a increíblemente despierta en cuestión de segundos. Me levanté de la cama de un salto, lo que me provocó un leve mareo debido al chute de adrenalina repentino que ahora corría por mis venas y me ponía alerta sobre cualquier sonido a mi alrededor. Sin perder ni un instante rebusqué un poco debajo de la almohada y, cuando por fin encontré la navaja, corrí hacia la escalera y empecé a bajar los peldaños de tres en tres.

Diablos, ¡si acabábamos de mudarnos! No podía creer que nos hubieran encontrado tan fácilmente, sobre todo cuando habíamos tenido tanto cuidado y discreción a la hora de dar detalles sobre cómo sería nuestra nueva vida lejos de Londres. Solo un número muy reducido de personas sabía dónde estábamos, y ni siquiera habíamos dado una dirección exacta por si acaso.

—¡¿Mamá?! —grité, aunque mi corazón latía tan fuerte que podía escuchar el sonido de las palpitaciones tras las orejas—. ¡Mamá!

—¡Estoy aquí, cielo!

Su voz tranquila distaba mucho de la situación que había imaginado en mi cabeza debido al grito que acababa de escuchar, lo cual hacía que me preguntara si no lo habría soñado. No era una idea descabellada, pues desde que habíamos tenido que mudarnos había estado con todos los sentidos puestos en detectar el más mínimo indicio de peligro, llegando al punto de oír y ver cosas que nunca habían pasado. Solía darme sustos de muerte con sombras imaginarias, gritos que nunca nadie había dado y siluetas de personas junto a mi cama que resultaban ser el montón de ropa usada que acumulaba en la silla de mi escritorio.

La divisé en el patio trasero a través de los ventanales del salón y mi mano dejó de agarrar la navaja como si mi vida y la de mi madre dependieran de ello. Así había sido en una ocasión, pero esa mañana, por suerte, sería diferente.

Escondí la navaja en el bolsillo del pijama y salí fuera. La brisa de la mañana era fresca y agradable para ser primeros de diciembre. Los rayos del sol, que ahora estaba apareciendo por el horizonte, le robaban destellos dorados al cabello de mi madre y acentuaba el contraste de la cicatriz en su mejilla.

—¿Has gritado? —murmuré, quedándome embelesada en su belleza y preguntándome cómo era posible que Dios, si es que existía, hubiera permitido que una persona tan hermosa y buena pasara por tanto dolor.

—Oh, sí. Lo siento, Mary, no he podido evitarlo. Me ha pillado por sorpresa.

—¿Qué te ha...?

Hizo un gesto con la cabeza y yo seguí su mirada. A un lado de nuestra casa de alquiler, a solo unos metros de distancia, había aparecido de repente un enorme hueco en el suelo. Había máquinas excavadoras alrededor que no habían estado ahí la noche anterior.

—¿Van a construir una casa justo ahí? —pregunté, atónita.

Mi madre asintió, rodeó su taza de té con las dos manos y suspiró.

—Eso parece, cielo. Con lo que me gustaban las vistas al mar —se lamentó, y acto seguido volvió a entrar.

Pero yo me quedé fuera, observando la lenta salida del sol y escuchando a los pajarillos cantar desde las copas de los árboles.

Aquella había sido otra falsa alarma, pero no podía bajar la guardia. No podría bajarla nunca, al menos no mientras él viviera.

Ya me había pillado desprevenida una vez. Ahora estaría constantemente preparada, y la próxima vez no dudaría en atacar primero.

Los secretos que intentamos guardarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora