Capítulo 8

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CAPÍTULO 8: A veces solo necesitas una barrita de chocolate para aliviar el dolor de corazón.

Que mi madre no causara un accidente conduciendo a cien kilómetros por hora en calles limitadas a treinta fue todo un logro, y estaba segura de que hasta la Dirección General de Tráfico pensaría lo mismo, independientemente de las multas que tuvieran que llegarnos en los próximos días. De hecho, yo misma me hubiese impresionado por sus increíbles reflejos al volante que no sabía que tenía si no hubiera estado realmente acongojada por mis abuelos.

Desde que Julie había colgado debido al alboroto que se había formado a su alrededor y por el cual no pudimos seguir escuchándonos, no habíamos sabido nada de ellos. Le había escrito a mi amiga rogándole que me hablara en cuanto se enterara de algo, pero aún no había obtenido respuesta, y ahora observaba a mi madre ir de un lado a otro de su habitación, cogiendo prendas de ropa al azar y lanzándolas dentro de la maleta que había abierto sobre la cama.

—Mamá, por favor, reconsidera lo que te he dicho. Podría ser una trampa —le supliqué, notando cómo mi respiración se iba volviendo cada vez más irregular a medida que la maleta se llenaba.

—Sí, y también podría haber sido un accidente —rebatió de manera casi estrangulada, como si ni ella misma creyera de verdad en esa posibilidad pero se viera obligada a convencerse de ello—. Sí, definitivamente ha tenido que ser un accidente. De un modo u otro, ¿qué se supone que debo hacer, Mary? ¿Sentarme tranquilamente en el sofá mientras espero noticias? —Su voz se entrecortaba debido a la agitación—. No tienen a nadie más.

¿Y yo? ¿Tenía yo a alguien más?

La sola idea de dejar que se fuera, así sin más, con el peligro que eso conllevaba, me ponía el vello de punta. Porque sin ella me quedaría sola, y sola de verdad. Sola y desamparada.

Ese último pensamiento por fin me hizo reaccionar, así que me acerqué al armario empotrado de mi madre, y cuando ella se apartó cargando con un par de pantalones, yo saqué la otra maleta que guardábamos allí.

—No, no necesitaré otra —me indicó mi madre cuando vio lo que estaba haciendo—, al menos, espero no tener que quedarme tanto tiempo.

—Es para mí —le respondí.

—¿Qué?

—Si tú vas, yo voy.

—¡Mary! —exclamó mi madre, casi sin aliento y ahogando un grito, como si acabara de decirle el peor de los insultos a la cara—. ¡De ninguna manera vas a venir conmigo!

—¡Claro que sí! —rebatí—. No voy a dejar que vayas sola y te expongas ante el peligro. Estamos juntas en esto, ¿recuerdas?

—No, olvídalo.

—¿Por qué no? —me quejé, dando un pisotón al suelo y cerrando los puños cual rabieta de niña pequeña.

Media hora después estábamos en casa de los Muller. Prácticamente me había arrastrado hacia allí cuando quise subirme al asiento del copiloto después de que ella abriera el coche para dejar su maleta.

Albert nos hizo pasar y nos invitó a sentarnos en la amplia zona de estar con vistas al océano. Él ocupó su sillón habitual y yo me dejé caer de mala gana en uno de los sofás que rodeaban una mesa de cristal con un jarrón lleno de flores naranjas en el centro. Mi madre, sin embargo, se quedó de pie con el cuerpo medio girado hacia la puerta de entrada. Sus ganas de emprender el viaje cuanto antes eran más que evidentes.

—Claro que Mary puede quedarse aquí —dijo Albert cuando mi madre le contó que tenía que irse unos días a Londres por un asunto personal—. Y no te preocupes por lo del trabajo, nos las apañaremos bien.

Los secretos que intentamos guardarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora