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Por fin había llegado el viernes y, después de varios meses, creo que era la primera vez que volvía a alegrarme de que llegara este día y, con ello, el fin de semana.

Mi abogado había conseguido que Jaime me dejara tener a Leire durante todo el fin de semana y, después de tanto tiempo, poder volver a disfrutar de mi hija me daba las fuerzas que necesitaba para seguir con todo aquello. Sin embargo, también tenía algo de miedo, era mi hija, pero el último encuentro que había tenido con ella no había sido para nada bueno y en tanto tiempo no sabía qué de cosas le podían haber metido a mi hija en la cabeza.

Los viernes solíamos terminar antes de tiempo, así que agradecí aquella decisión que tomé en su momento y, al llegar las dos salí del edificio en dirección al colegio de mi hija.

Leire estudiaba en uno de los colegios más prestigiosos de la ciudad, no por decisión mía, pero sí, por desgracia, por decisión de mi padre y de Jaime que pensaban que tenía que ir a uno de los centros más exclusivos para poder ser alguien en la vida y, al final, lo que provocaban aquellos colegios tan elitistas era que se criara con una filosofía de vida que poco tenía que ver con lo que yo creía, pero, como siempre, me había tocado callar y aceptar en su momento.

Aparqué en la zona que tenían reservada para los coches de los padres, bajé y, en cuanto me fui acercando hacia la puerta principal sentí enseguida cómo el resto de madres comenzaban a cuchichear sobre mí. Me quedé en una esquina y saqué mi móvil para intentar no caer en las provocaciones de las demás.

El timbre sonó y enseguida comenzaron a salir cientos de chicos en plena adolescencia invadiendo el lugar de risas, chascarrillos y comentarios varios. Leire salió con varias de sus amigas y le hice un gesto para indicarle que estaba allí, me miró seria y, tras despedirse de sus amigas, se encaminó hacia mi lugar.

— Podrías haber esperado en el coche — soltó sin saludarme, darme un beso ni nada. — Bastante tengo con ser la hija de la bollera como para que encima me vean contigo.

— ¿Perdona? Tira para el coche, no pienso montar aquí el espectáculo — obligué a Leire a ir hacia el aparcamiento, sintiendo cómo todas las miradas estaban encima de nosotras.

Leire cerró la puerta del coche de un portazo y puso los pies en el salpicadero. Cogí aire antes de entrar yo también y la miré fijamente, al final aquel fin de semana parecía que iba a ser uno de los peores.

— Baja los pies de ahí y ponte el cinturón.

Leire lo hizo mientras me dedicaba una mueca de total desagrado y se ponía los cascos para no tener que escucharme durante el camino. Le obligué a quitárselos y, de nuevo, me volví a llevar una mirada de odio por su parte.

— ¿Qué quieres? — preguntó gritando.

— Lo primero de todo que no me hables así, soy tu madre, por si no te acuerdas.

— Sí, pues poco ejerces de ello.

— Mira, Leire, puedes odiarme todo lo que quieras, cuando entiendas cómo son las cosas dejarás de hacerlo, pero vamos a pasar todo el fin de semana juntas y me gustaría que, al menos, pudiéramos hacer alguna cosa las dos y sobre todo que me escuches.

— No pienso hacer nada contigo.

— ¿Y eso por qué?

— Porque no, además, papá me ha dicho que si en algún momento no me encuentro a gusto le llame y vendrá a por mí, así que no descartes que lo haga.

— ¿Se puede saber por qué me odias tanto? Antes de todo esto hacíamos un montón de planes juntas, te encantaba venir a la oficina, que te fuera a recoger al colegio.

Líneas rojasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora