Los domingos tenían algo que me gustaba y me disgustaba a partes iguales. Me encantaba esa sensación de poder quedarme en la cama, tranquila, sin ninguna preocupación más que la de tener mi taza de café en la cama, mientras me dedicaba a leer, escuchar música o continuar con alguna de las series que seguía últimamente.
Pero, por otro lado, no me gustaba el que se terminara la semana, era como un punto y final marcado que te hacía recordar a cada minuto que mañana volverías a madrugar y, al final, los pensamientos no te permitían disfrutar como quieres del día.
Me había planteado que aquello no me afectará y decidido hacer algo productivo con mi vida como salir a pasear por la zona del Retiro tranquilamente, viendo a la gente y escuchando mi música favorita, aunque, a veces, el caminar por allí y ver a los grupos de amigos, parejas o familiar, me hacía sentir también un poco sola. Y es que la soledad tenía una doble versión en mí, a veces me encantaba y otras simplemente añoraba esa compañía de tener a alguien con quien hacer todos esos planes tan sencillos, pero que al final te llenaban un poco el corazón.
No quería pensar demasiado en ello, así que me puse una camiseta que me había comprado en uno de los últimos conciertos a los que había ido, unas mallas, metí una botella de agua en una pequeña mochila, me eché crema solar para no terminar siendo un cangrejo y, con los cascos ya puestos, salí de mi edificio hacia aquel lugar que permitía respirar naturaleza en mitad del caos de la ciudad.
Entre por una de las puertas que estaban situadas más abajo y que me quedaba más cerca de casa y, tras subir unas cuantas escaleras, comencé a ver a más gente paseando por allí. Me dirigí hacia la zona del lago y, tras estar un poco por allí, decidí tirarme en una parte de césped en la que no había demasiada gente para poder estar un rato tranquila.
Un rato después, un grupo de jóvenes llegaron con sus altavoces dispuestos a hacer que todos los que estuviésemos por allí escucháramos su música. Miré el reloj y decidí levantarme para ir a tomar algo a algún sitio y así no tener que molestarme en cocinar.
Me dirigí hacia la zona donde se encontraba la estatua de Jacinto Benavente, que me gustaba admirar desde la zona de atrás por la figura presidencial que se reflejaba de la estatua sobre los jardines y, cuando caminaba ya casi para salir vi que entraba una mujer que me resultaba demasiado familiar.
— ¿Marta? — pregunté un poco dudosa.
Aquella mujer iba completamente diferente a como acostumbraba a verla, con unos vaqueros y un sencillo jersey que acompañaba con unas gafas de sol y, justo al lado, iba una niña rubia que se daba un aire a ella y que no parecía muy contenta.
— Hola, Fina — me saludó ella confirmando que sí era ella — ¿Qué tal? — la niña que estaba a su lado también se paró, aunque un poco a regañadientes.
— Bien, dando un paseo para aprovechar un poco el finde.
— Sí, nosotras también íbamos a aprovechar un poco la mañana — comentó señalando a su acompañante.
— ¿Es tu sobrina? — pregunté — Se parece bastante a ti.
— Es mi hija — y aquella sentencia me pilló un poco por sorpresa porque jamás habría imaginado que Marta tuviese una hija.
— Ah, no sabía que estabas casada. Pues tiene todos tus genes — dije intentando quitar un poco la tensión que se había creado.
— En proceso de divorcio, con eso seguro que ya estás entendiendo muchas cosas.
— Un poco — dije yo atando cabos sobre las veces en las que la había encontrado llorando o cuando dijo que había algo que la unía demasiado a esta ciudad.
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Líneas rojas
ФанфикFina acaba de comenzar como becaria en una de las redacciones más importantes del país. Ahora tendrá que hacer frente a un nuevo y precario trabajo para comenzar a escalar en su labor periodística y a una jefa que no le va a poner las cosas fáciles.