SCP-049: El Médico de la Peste.

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Música para acompañar el capítulo:

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El susurro del viento, arrastrado y expulsado por las pesadas y diabólicamente monstruosas máquinas sabatianas retumbaba, toscas y aromadas, bestias metálicas que baboseaban su desecho y cena, las masas de nubes extendiéndose bajo el manto de dibujos deformados en aquel cielo de tonalidad carmín, casi tan ardiente como la furia, para muchos un paisaje dantesco y desolador. Los ojos devotos seguían las estelas rosadas bifurcándose tontamente hasta desvanecerse en las arrugas de sus mentes.

Con un parpadeo veloz, la pantalla de cuerpos se encontraba oculta por la oscuridad, dejando reflejado ese abismo espejado que era alabado por los sabios y los necios. Una vez que el SCP-4299 dejó caer sus ramificaciones en los corazones de los espectadores del Sabato, recordándoles la rosa bautizada como humanidad.

Ya fuera que el aire tóxico industrial del Sabato se precipitara como un manto de castigo y aflicción, ese dolor despertó su carne, desenmascarando la mentira de sus vidas hecha añicos.

En medio del presente éxtasis colectivo de cientos de miles de gargantas carraspeantes, corrigiendo sus voces encharcadas de faringe para expeler alientos en ofrenda a la reina que alguna vez floreció como la más sublime de las rosas, la alineación inmaculada de sus mentes desviadas se desdibujaba ante la magnificencia divina.

Sus epidermis perladas de sudor, resplandecientes testigos de la inmundicia que arrastra el espíritu, se tornaban pegajosas, como cáscaras de culpa insondable deslizándose sobre sus cuerpos, cual pesos indelebles del remordimiento.

Sus orbes oculares, languidecidos pero que, sin embargo, embestían con saña a sus interlocutores, se manifestaban como esferas a punto de explotar, pupilas dilatadas, escudriñando con inquietud y conmoción el abismo de la redención, ahora desvelado, sus iris se ocultaban en la penumbra del pesar, las lágrimas y la preeminencia, así como del sentido de asistencia, de esperanza, sus córneas convertidas en cristales cristalinos soportando la presión, los colores de sus ojos agonizaban en tonalidades más tenues, el áureo sudor cual néctar adherido a sus epitelios alabastrinos, lágrimas suspendidas como rocío letal.

Y en medio de ese tumulto de voces, miradas y suspiros, la imagen que miles tenían del SCP-4299 o la Reina de las rosas, permanecía impasible, bajo la atenta guía de los pétalos, la figura de una mujer se esculpió como un postrer reflejo de sensibilidad excepcional, un testimonio de la comprensión que reside en lo inusual. Era una anciana de cabellos argentados y piel surcada de cicatrices, sus grietas selladas con la simplicidad con que se consideraba una rareza.

Y en ese instante, frente a la concurrencia, ella sonrió, una sonrisa que destellaba gratitud y aceptación, un adiós silencioso pero cargado de significado. Era como si su rostro anciano destilara la sabiduría acumulada a lo largo de una vida vivida a contracorriente, una existencia marcada por la singularidad y el desafío a lo establecido, con su semblante sereno e imperturbable, como si estuviera ajena al caos que la circundaba.

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