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124 d.C.


Aemma nunca iría en contra de su madre. Nunca. 

Pero la muerte de su padre pesaba, ardía y la carcomía como un dragón a una cabra. O al menos solo eso pasaba por su cabeza. 

—¿Entiendes, verdad? —había preguntado su madre, su mano acariciando su larga melena suelta—. Esto no cambia nada, mi dulce niña.

Pero para ella, lo había cambiado todo.

La muerte de Laenor había sido un golpe en seco luego de la muerte de Harwin. Ambos padres muertos por el fuego. Aemma sentía en sus venas el odio crecer por el mismo, incluso cuando era su dragona quien lo escupía. 

Laenor había sido un padre amable, aunque distante, pero había sido el único padre que había conocido oficialmente. Recordaba sus sonrisas, sus intentos torpes de hacerla reír, y la forma en que la alzaba en el aire, como si fuera ligera como una pluma. Ahora, esas memorias se sentían como espinas en su corazón, cada una de ellas más dolorosa que la anterior. Pero era la sombra de Sir Harwin, con su sonrisa franca y su risa resonante, la que pesaba más en su alma. La confusión de amar a dos padres, de llorar por ambos en silencio, la dejó sintiéndose más sola de lo que podía soportar.

Tras su fallecimiento, había encontrado un abrazo en la soledad. Ya no le resultaba divertido jugar a los espadachines con Jacaerys, o a los dragones con Luke. Disfrutaba que su prima (ahora hermanastra) trenzara su cabello, pues ambas compartían un luto sin fin y ninguna encontraba necesario hablar. Los tiempos con su madre se habían vuelto breves, ya que no soportaba verla tan tranquila a la par de Daemon.

Daemon era, quizás, el que menos forzaba la situación. 

El hombre comprendía que Aemma no deseaba verlo ni oírlo, consciente del dolor que su presencia provocaba en la pequeña. Aunque su corazón deseaba tender un puente hacia ella, sabía que cualquier intento sería recibido con frialdad y resentimiento. Parecía un ser invisible cuando Aemma estaba cerca, aunque sabía que la vigilaba cuando iba a volar con su dragón, pasando por las arenas donde sus hermanos y él entrenaban. 

Sentía que la memoria de su padre, Laenor, había sido empañada, como si hubiera sido olvidado demasiado pronto, como si su vida y su muerte no hubieran importado lo suficiente.

La tristeza y la rabia eran sus compañeras constantes. Pasaba horas en su alcoba, contemplando el horizonte, deseando que el mar le devolviera a su padre Laenor, y que el viento le trajera una última risa de Sir Harwin. Cada vez que cerraba los ojos, los rostros de ambos hombres aparecían en su mente, sus voces resonaban en sus oídos, y el dolor se hacía más insoportable. Los días se deslizaban en una bruma de melancolía, y las noches se llenaban de lágrimas silenciosas.

𝐭𝐡𝐞 𝐥𝐚𝐝𝐲 𝐨𝐟 𝐰𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐟𝐞𝐥𝐥, cregan starkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora