11 ; matrimonio

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127 d.C.


El matrimonio le parecía la cosa más fascinante y extraña de la vida. El embarazo mucho más. Ni hablar de los bebés. 

Su tía Helaena tenía tan solo dos años más que ella, habían florecido el mismo año (y en el mismo mes de su sangrado su tía se casó con Aegon) pero aún así ya era madre de dos bebés; un par de gemelos. 

Pensó en enviarle una carta de felicitaciones pero no podía comprender como podía estar feliz. No porqué un bebé le parecía una desgracia, pero porque era tan joven. Se preguntó si tuvo miedo, si lloró, si pidió por su madre como Aemma rogaría por la suya. 

Le envío una carta preguntándole si estaba bien, si seguía con ella. 

Helaena le respondió diciéndole que estaba contenta, pero una lágrima traicionera había ensuciado el pergamino. Día y noche rezó por ella y sus hijos, Jaehaerys y Jaehaera. 

Su muña también había dado a luz a un bebé. Un niño. No podía evitar la mínima decepción pero se conformaba con el bebé llorón que su mamá había parido; era tal y como había esperado a Visenya. De ojos lilas y una mata de cabello blanco, digno hijo de su kepus. Sin embargo, a pesar de ser un bebé de pulmones fuertes y aspecto similar al suyo, le había costado un parto largo y doloroso a su madre. 

Deseó jamás serlo, pues no creía que podría soportar tal momento sin pasar a los siete cielos de por medio.

El recordatorio de Aemond la invadía cada vez que pensaba en un matrimonio. El mismo miedo, la misma angustia, el mismo odio. 

La incomodidad se había vuelto su más gran aliada: odiaba las grandes multitudes, se despertaba con una sensación amarga creciéndole por la espina dorsal y no le gustaba que la toquen apenas amanecía, detestaba la sensación de la sangre entre los muslos, y hablar sobre sus pesadillas la volvía una estatua provocada por Medusa. 

El pensamiento de someterse a un matrimonio, a un hombre desconocido o incluso a su propio hermano (rezaba para que jamás ocurra: Jace era su compañero más preciado y el joven que más la conocía, pero Aemma no podía imaginar engendrar a un bebé a su lado sin vomitar), la hacía tensar y temblar. 

No aguantaba las miradas de desprecio, los aires de superioridad, las palabras hostiles. Todas le hacían recordar a Aemond, y para Aemma no había un ser peor que su tío. Si de muchacho no temía en golpearla, en asesinarla, en alimentarla a su dragona, ¿qué le esperaría de cuándo él fuera un hombre? 

Supuso que ella tampoco era mejor que Aemond. Si pudiera, también se lo daría de comer a Lyrax. Todavía soñaba, esperanzada, con cortarle el cuello. 

Un ligero temblor la invadió. 

—Mi princesa.

Giró la cabeza hacia Lisa, una de sus damas de compañía.

𝐭𝐡𝐞 𝐥𝐚𝐝𝐲 𝐨𝐟 𝐰𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐟𝐞𝐥𝐥, cregan starkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora