7 ; un funeral

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124 d.C.


A coste de un ojo, su compromiso se disolvió. 

Si estuviera en una mejor situación, reiría con fuerza, aplaudiendo y danzando. Más el momento se lo dificultaba un poco. 

El maestre Gerardys era el maestre de confianza de su madre desde que tenía memoria. Siempre había sido el hombre quien curaba de sus heridas, mínimas o feas; disfrutaba de la historia y de aprender mucho más cuando el maestre le permitía estar a su lado, ya que le tenía mucha más paciencia al explicar. 

—Tráeme agua hervida y un paño limpio —ordenó Gerardys a un joven aprendiz mientras él observaba su herida. Extendió un trozo de cuerdo—. Muerde, querida. 

Aemma suspiró, compartiendo una mirada con su madre. Ella le rozó el hombro con cuidado, asintiéndole al cuero. Aemma mordió. 

—Es una herida profunda —sentenció con voz calma, disparando una mirada a Rhaenyra—, pero no mortal. 

—Proceda, maestre, por favor —asintió su madre. 

Usando una aguja e hilo de seda, el maestre comenzó a suturar la herida. La seda era resistente y flexible, ideal para mantener la piel cerrada mientras sanaba. Cada puntada era meticulosa, el maestre insertaba la aguja con precisión, atravesando la carne y tirando del hilo para asegurar la piel.

Aemma gruñía con cada puntada, intentando no moverse para nada. Sus lágrimas le trajeron dolor a Rhaenyra, quien intentaba reconfortar a su hija acariciándole el pelo, atado descuidadamente en un moño alto.

Gerardys trabajaba con rapidez y destreza, su experiencia reflejada en cada movimiento. Cada puntada era asegurada con un nudo firme antes de pasar a la siguiente.

Finalmente, la herida estaba cerrada. Gerardys cubrió la herida con un vendaje limpio.

—Debe descansar, princesa —aconsejó—. Nada de vuelos hasta que la herida haya empezado a sanar, para evitar abrir los puntos. Y le recomiendo leche de amapola para el dolor. 

Aemma asintió, su rostro aún tenso por el dolor, pero sus ojos mostraban agradecimiento.

—Quedará una cicatriz —afirmó—. Poco visible debido a su cabello, princesa. 

—Gracias —susurró, sacando el trozo de cuero de su boca. 

Frente a ella, al alzar la cabeza, notó que su madre también estaba siendo suturada, soportándolo mucho mejor de lo que Aemma alguna vez podría. Observó, admirando la valentía de su madre por unos segundos. 

Su padre le arregló el moño para no dejar que ningún mechón cayera sobre su fresca herida. Al hacerlo, no pudo evitar notar como lo que alguna vez habían sido manos rojas en su cuello, ahora eran moretones violetas, casi negros, que contrastaban escalofriantemente horrendo contra su pálida y sedosa piel.

𝐭𝐡𝐞 𝐥𝐚𝐝𝐲 𝐨𝐟 𝐰𝐢𝐧𝐭𝐞𝐫𝐟𝐞𝐥𝐥, cregan starkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora