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María Teresa Lascurain Arrigunaga, una mujer de cincuenta y nueve años, con una belleza que había dejado a muchos enamorados a lo largo de su vida. Enmarcaba un rostro de rasgos fuertes y ojos penetrantes. Su cabello pelirrojo y llamativo. Su porte serio e imponente se combinaba con una sofisticación natural que la hacía destacar en cualquier entorno.

Mayte lleva veinte años casada, pero su matrimonio se había convertido en una rutina desprovista de amor. Las discusiones eran constantes y el cariño que alguna vez existió se había desvanecido. Pese a ello, había algo inexplicable que la mantenía atada a esa relación, una barrera invisible que ni ella misma comprendía. Esta situación la había vuelto más fría y distante, una armadura que usaba para protegerse del dolor constante en su vida personal.

Una mañana, amarga para Mayte, por una nueva discusión con su esposo, bajó a la cocina, molesta, y se sentó a disfrutar sola del desayuno que ya estaba servido. Su empleada de confianza, Mica, notó lo abrumada que estaba y se acercó a ella tomando suavemente sus hombros y le dejó un beso en la cabeza, gesto que hizo que Mayte se calmara un poco.

Terminó el desayuno y se dirigió a hacer su rutina de ejercicios ligeros para mantener su figura esbelta, sintiendo cómo cada movimiento le ayudaba a liberar algo del estrés acumulado. Tras unos minutos en la ducha, se preparó para el día. Eligió una falda negra hasta las rodillas con una pequeña abertura en el costado, una camisa blanca con los primeros botones desabrochados, y unos tacones negros que complementaban su look. Aplicó un maquillaje natural que resaltaba sus labios rojos y, con su bolso y saco en mano, se colocó y unos lentes de sol antes de salir.

Su chofer, Héctor, la ayudó a ingresar al auto y emprendió camino la empresa de Mayte. Junto a su hermana, Isabel, Mayte tenia su empresa, una consultora de negocios reconocida por su eficiencia y resultados excepcionales.

Cuando Mayte llegó a la empresa, su presencia causó una impresión inmediata. Caminó por los pasillos con seguridad, consciente de las miradas admirativas que la seguían. Sus empleados la respetaban y temían en igual medida, sabiendo que era una líder exigente pero justa.

"Buenos días, señora Lascurain," la saludó una de las secretarias al verla entrar.

"Buenos días, Luisa," respondió Mayte con una leve sonrisa antes de dirigirse a su oficina.

Una vez allí, se quitó el saco y lo colgó junto con su bolso. Cambió sus lentes de sol por unos de ver y se sentó en su escritorio, lista para enfrentar los desafíos del día. La rutina del trabajo era su refugio, un lugar donde su frialdad y eficiencia eran activos valorados.

Por otro lado, Maria Fernanda Meade del Valle, de cincuenta y cinco años, comenzaba su día tranquilamente. Fernanda, con sus grandes ojos que iluminaban cualquier cosa y una sonrisa cálida, era una mujer que, a pesar de su edad, aparentaba menos años debido a su vitalidad y belleza natural.

Fernanda había quedado soltera hacía un año, después de descubrir la infidelidad de su antiguo novio. Además, había renunciado a su trabajo debido al acoso de su jefe, una experiencia que la había dejado marcada pero no derrotada. A pesar de todo, Fernanda se mantenía optimista y resiliente, sabiendo que su experiencia y habilidades como asistente personal y secretaria eran valiosas.

Vivía sola ahora, su hermana Claudia se había casado y se había mudado, aunque la visitaba frecuentemente para asegurarse de que no se sintiera sola. Esa mañana, Fernanda estaba sentada en el sofá de su sala, con su laptop sobre las piernas y una taza de café en la mano. Llevaba unos pantalones cómodos y una blusa suelta, su cabello recogido en un moño relajado.

Estaba revisando posibles puestos de trabajo, navegando por diferentes páginas web y leyendo descripciones de empleos. De repente, apareció un nombre y una foto que llamaron su atención: Mayte Lascurain.
Había algo en esa imagen, la autoridad y belleza de Mayte la cautivaron de inmediato.

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