Una sombra acosa sus sueños, la pérdida del viejo amor, una deuda con el pasado.
Después de que un espectro casi termina con su vida, José Leonardo iniciará una carrera contra el tiempo para descubrir la misteriosa razón de sus visiones y por qué se...
Los eventos históricos narrados en esta historia son una reinterpretación y reimaginación de eventos históricos reales
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José Leonardo despertó en el salón de un palacio de mármol, decorado con pinturas murales de colores brillantes, estatuas de amatista y obsidiana verde, y amplios jardines y patios a los costados. Había varias personas a su alrededor: algunos de los consejeros que conoció en el trance anterior y otros miembros de la nobleza y guerreros. Frente a ellos, un grupo de danzantes ejecutaba un baile con precisión y armonía exactas; sus movimientos complicados sugerían que se trataba de una especie de ritual muy importante.
A unos metros de distancia, encontró a su pasado. Yoltic estaba arrodillado frente a un hombre sentado en un equipal de oro. Era de gran estatura y presencia, parecía tener más de cincuenta años y, a juzgar por su expresión majestuosa y el tocado de plumas en la cabeza, se trataba del gobernante de Tenochtitlan: Itzcóatl. A un costado de él estaba Tlacaélel: la mano que mecía la cuna, según palabras de Daniel.
El líder de los bailarines se separó del grupo y caminó hacia Yoltic. Tomó un recipiente de barro, redondo y sin asas, lleno de una pasta color oscura. Sumergió el índice en la pasta y ungió a Yoltic con ella, luego le dio a beber el brebaje de una copa de barro. El hombre se hizo a un lado para permitir que Itzcóatl se acercara a Yoltic y posara las manos en su cabeza. La música y el baile cesaron de golpe, los asistentes se arrodillaron en respeto para escuchar a su gobernante.
—En el saber infinito del máxime Huitzilopochtli estaba escrito —dijo Itzcóatl con voz poderosa—, nuestro propósito es claro: debemos cumplir con cuidado los mandatos de los dioses, conducir nuestra vida con rectitud, disciplina, entrega y cumplimiento para asegurar la prevalencia de nuestro Sol, y evitar el regreso del caos desatado si se titubea o desvía un paso en el sendero.
«Honorable hermano, una labor elevada recae en ti. Debes ser ejemplo, guía y juez para que tu rostro y corazón señalen a otros lo que agrada a los dioses, y para que los invites a imitar tu comportamiento.
»Aquello que exigirás de los otros, debes cumplirlo con mayor precisión. Debes ser justo y recto, benévolo pero firme. Tu corazón debe ser templado y humilde, honesto y prudente. Recuerda: el lugar que ocupas, el lugar que todos nosotros ocupamos, no es sino un préstamo para destacarnos y hacer de nuestra vida un ejemplo para nuestros hermanos».
Yoltic asintió. El rostro grave de Itzcóatl rompió en una sonrisa, dio un paso atrás y extendió las manos frente a él.
—De pie, hermano. Los signos se han esclarecido y manifestado: ahora tienes el honor de ser uno de los guardianes de nuestras leyes y memorias, de nuestras tradiciones, de la esencia misma de nuestro corazón. Que un fuego nuevo ilumine tu sendero —dijo Itzcóatl
Algunos sirvientes encendieron antorchas al interior del salón y en el patio interior contiguo. José Leonardo entendió por fin qué ocurría: había llegado justo al momento para ser testigo de la ceremonia de nombramiento de Yoltic y recordó su propio proceso, en su vida actual. A pesar de las diferencias, tanto su pasado como su presente quedaron ligados por la misma consigna: procurar justicia y seguir las leyes de la nación.