Capítulo 9

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Los eventos históricos narrados en esta historia son una reinterpretación y reimaginación de eventos históricos reales


José Leonardo despertó en el salón de un palacio de mármol, decorado con pinturas murales de colores brillantes, estatuas de amatista y obsidiana verde, y amplios jardines y patios a los costados

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José Leonardo despertó en el salón de un palacio de mármol, decorado con pinturas murales de colores brillantes, estatuas de amatista y obsidiana verde, y amplios jardines y patios a los costados. Había varias personas a su alrededor: algunos de los consejeros que conoció en el trance anterior y otros miembros de la nobleza y guerreros. Frente a ellos, un grupo de danzantes ejecutaba un baile con precisión y armonía exactas; sus movimientos complicados sugerían que se trataba de una especie de ritual muy importante.

A unos metros de distancia, encontró a su pasado. Yoltic estaba arrodillado frente a un hombre sentado en un equipal de oro. Era de gran estatura y presencia, parecía tener más de cincuenta años y, a juzgar por su expresión majestuosa y el tocado de plumas en la cabeza, se trataba del gobernante de Tenochtitlan: Itzcóatl. A un costado de él estaba Tlacaélel: la mano que mecía la cuna, según palabras de Daniel.

El líder de los bailarines se separó del grupo y caminó hacia Yoltic. Tomó un recipiente de barro, redondo y sin asas, lleno de una pasta color oscura. Sumergió el índice en la pasta y ungió a Yoltic con ella, luego le dio a beber el brebaje de una copa de barro. El hombre se hizo a un lado para permitir que Itzcóatl se acercara a Yoltic y posara las manos en su cabeza. La música y el baile cesaron de golpe, los asistentes se arrodillaron en respeto para escuchar a su gobernante.

—En el saber infinito del máxime Huitzilopochtli estaba escrito —dijo Itzcóatl con voz poderosa—, nuestro propósito es claro: debemos cumplir con cuidado los mandatos de los dioses, conducir nuestra vida con rectitud, disciplina, entrega y cumplimiento para asegurar la prevalencia de nuestro Sol, y evitar el regreso del caos desatado si se titubea o desvía un paso en el sendero.

«Honorable hermano, una labor elevada recae en ti. Debes ser ejemplo, guía y juez para que tu rostro y corazón señalen a otros lo que agrada a los dioses, y para que los invites a imitar tu comportamiento.

»Aquello que exigirás de los otros, debes cumplirlo con mayor precisión. Debes ser justo y recto, benévolo pero firme. Tu corazón debe ser templado y humilde, honesto y prudente. Recuerda: el lugar que ocupas, el lugar que todos nosotros ocupamos, no es sino un préstamo para destacarnos y hacer de nuestra vida un ejemplo para nuestros hermanos».

Yoltic asintió. El rostro grave de Itzcóatl rompió en una sonrisa, dio un paso atrás y extendió las manos frente a él.

—De pie, hermano. Los signos se han esclarecido y manifestado: ahora tienes el honor de ser uno de los guardianes de nuestras leyes y memorias, de nuestras tradiciones, de la esencia misma de nuestro corazón. Que un fuego nuevo ilumine tu sendero —dijo Itzcóatl

Algunos sirvientes encendieron antorchas al interior del salón y en el patio interior contiguo. José Leonardo entendió por fin qué ocurría: había llegado justo al momento para ser testigo de la ceremonia de nombramiento de Yoltic y recordó su propio proceso, en su vida actual. A pesar de las diferencias, tanto su pasado como su presente quedaron ligados por la misma consigna: procurar justicia y seguir las leyes de la nación.

El espejo de obsidianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora