La iluminación

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Vivimos en un mundo cínico. Se lucha por los principios equivocados, se abandona a las personas incómodas. Se miente, se roba y se mata. Se inician guerras sin que haga falta un motivo. Se traiciona (al amigo, al esposo, a una misma) tantas veces al cabo del día que hay que pensar si merece la pena levantarse de la cama para volver a poner en marcha esa caótica espiral llamada vida, tan incomprensible y frustrante.

De vez en cuando, hay alegrías que te salvan de la desesperación. Emociones inocentes, alegrías puras que te conectan con la gente, con tu infancia, cuando las cosas eran simples, y lo bueno y lo malo eran elecciones nítidamente diferenciadas.

En este mundo cruel, la mayoría de esas emociones están conectadas al deporte. He visto a hombres fuertes como trinquetes y tatuajes de esvásticas llorar como bebés con el ascenso de su equipo. Cuando España ganó el Mundial de fútbol en 2010, la natalidad aumentó. El día que el equipo de tu ciudad desciende, la muerte de tu padre se te hace más soportable porque no ha tenido que verlo. Cuando el delantero de tu equipo marca el gol decisivo, te besas el escudo de la camiseta sin pensar en que la estás pagando a plazos.

Yo sí pienso en esas cosas cuando nadie más lo hace. Convertir las emociones que despierta el deporte en dinero es mi negocio.

Soy Marta de la Reina, la representante.

Estoy en la cima del éxito, y manejo la carrera de treinta y cinco de los mejores atletas del momento. No se espera menos de mí que la excelencia, porque aprendí de los mejores: mi padre, mi hermano Jesús. Todo empezó con mi abuelo, que invitaba a su finca de Toledo a las figuras del toreo en los años '50 y '60. Primero fue por afición, luego otra manera más de presumir de contactos. Al cabo, se dio cuenta de que el espectáculo daba más dinero que los jabones.

El gran salto lo dio mi padre, Damián de la Reina, cuando entendió que los futbolistas eran los nuevos héroes mitológicos de un mundo descreído y sin dios. Cuando el Madrid consiguió la séptima Copa de Europa, él ya representaba a media plantilla.

Desde entonces, De la Reina Sports Management no ha dejado de crecer. Merezco algo de crédito por ello. Llevo la competición en la sangre: una lesión del Aquiles me retiró del tartán, así que volqué toda mi energía en la empresa familiar. No me fue fácil tener voz, pero en los últimos años había conseguido avances. Poco a poco, estaba consiguiendo dejar mi impronta: ampliar la cartera de atletas en deportes minoritarios, potenciar a las estrellas femeninas, captar el talento desde la cuna allá donde se encontrara,... Estaba logrando el éxito, y podía decirse que estaba satisfecha con mi vida.

Hasta ahora.

Seré sincera: en la búsqueda del dinero y la gloria, algunos detallitos estaban saliendo mal. No sé muy bien cómo empezó. Eran pequeños flashes, momentos de incomodidad cuando se suponía que todo debía ser júbilo. Como el día que Jaime y yo celebramos la pedida de mano: me perdí el brindis porque estaba hablando por teléfono con Roland Garros.

Últimamente se ha puesto peor.

Uno de los aspectos difíciles de mi profesión es acompañar a los deportistas cuando se lesionan. Una rotura muscular o un golpe mal dado en un momento clave de la temporada empeora exponencialmente las cifras del siguiente contrato a firmar; ahí es cuando me muevo como pez en el agua, peleando a muerte con los directivos de los equipos. Casi siempre gano yo, pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, los equipos me usan para presionar a mis clientes a un tratamiento de choque que les permita jugar el partido decisivo, a riesgo de agravar la lesión.

Muy, muy de vez en cuando, yo me había prestado a ello. Jugar más partidos mejora los bonus de los contratos, de donde sale la comisión de De la Reina Sports Management. Una empresa no se mantiene sola. El ático en la Castellana donde vivo con Jaime no se paga con buenos deseos.

Amor y desafío / MafinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora