A grandes males, grandes remedios

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En los meses siguientes establecimos una rutina. Si cada una amanecía en su casa, hablaba con Fina temprano para revisar la agenda del día, aunque esta estuviera medio vacía. Comentábamos el desempeño de Luis, que parecía bien integrado, contento con su situación de contrato temporal. Planificábamos nuevas visitas, que yo me había empeñado en que fueran todo lo frecuentes que el saldo de la empresa pudiera aguantar. Empecé a visitar las instalaciones de otros clubes, de cualquier deporte, para dar a conocer mis propuestas, mi estilo de trabajo. La bendita declaración de objetivos circuló bastante.

Otros días, iba a su casa. Fina había empezado a acumular vídeos de campeonatos junior, de ligas de segunda fila, de torneos en países que me costaba situar en el mapa. Los veíamos juntas, o me los pasaba con detallados informes para que yo valorara si tal o cual jugador, nadador, atleta, gimnasta, merecía nuestra atención y podía ser un potencial cliente. Fina confiaba en captar talento joven, yo me inclinaba por el perfil de gente como Luis, deportistas con trayectoria amplia resabiados de anteriores agentes a los que podríamos aportar un soplo de aire fresco. Discutíamos sobre la definición del negocio, sobre el futuro de la empresa. El balance de resultados de momento nos permitía ir tirando, aunque mis ahorros menguaban a una velocidad que no quería que ella supiera.

En esas discusiones se nos iban horas, por lo que invariablemente acababa invitándome a comer con su familia. Tres o cuatro veces por semana, la sobremesa se alargaba hasta gastar toda la tarde participando de las actividades de casa de los Valero. Empecé a utilizar, con titubeos, algunos signos que apoyaban mi comunicación con Rafa durante nuestros juegos. Las conversaciones con los adultos giraban hacia la última bronca de Carmen y Tasio, el progreso del niño ahora que iba al colegio de los mayores, o las revisiones que le tocaba hacerse a Isidro en el cardiólogo.

Una rutina de lo más corriente. La vida cotidiana, sin más.

Me parecía deliciosa. Yo, que siempre había vivido a golpe de llamada, al ritmo acelerado de quien no puede soportar la idea de quedarse atrás, ahora gastaba mis tardes jugando al memory zoo con un niño de primaria.

-He encontrado las jirafas. Gano yo.

-Eso no es una jirafa, Rafa. Es un antílope.

Por las noches jugaba a una versión distinta del memory, para adultos, en la que el objetivo era cartografiar el cuerpo de Fina y aprenderme todos sus rincones, todos sus lunares, todos los puntos que le hacían perder la cabeza si los tocaba, rozaba, lamía o mordisqueaba. Había perdido la timidez de nuestros primeros encuentros íntimos, y me entregué devotamente a la misión de darle todo el placer que pudiera.


Un día, cerca ya de la navidad, la rutina se vio alterada por partida doble. Temprano, el club de Zaragoza me llamó para dar por concluido el contrato de Luis: no había manera de que su presupuesto les permitiera extenderlo más, aunque estaban satisfechos con él. No por esperada la noticia me dolió menos. Fue un mazazo, incluso más para mí que para él, que dentro de su carácter tempestuoso reaccionó con cierta flema.

-Podré estar más tiempo con Luz. ¿Has visto lo gordita que está ya?

Me alegré de verlo tan calmado, tranquilo a pesar del mal trago de aceptar que nadie te quiere en su equipo. El balance de prioridades se había inclinado sin dudas hacia la vida familiar, y encontró consuelo en ello. Cualquier crisis es una oportunidad, me dijo.

Más tarde, a media mañana, recibí una comunicación oficial. Mi divorcio era un hecho.

Pasé el resto del día caminando sin rumbo por Madrid. El viento frío me cortaba la cara y me obligaba a refugiarme de tanto en cuanto en algún banco donde pescar unos rayos de sol; no obstante, ni se me ocurrió buscar refugio ni en mi casa ni en la de Fina.

Amor y desafío / MafinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora