333 kilómetros

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La bocina indicó que el tiempo había llegado a cero. Un árbitro marcó enérgicamente la validez de la canasta, dos puntos subieron al marcador, dándole el título a Málaga. Los banquillos saltaron a la cancha, la grada se volvió loca.

Yo sólo podía mirar el suelo bajo la canasta, donde Luis yacía inerte.

Un jugador del equipo contrario lo había arrollado por la espalda en un intento desesperado por evitar su canasta. Colgado del aro ya, mi amigo se había balanceado, basculando hasta caer, totalmente desequilibrado, sobre su cuello. Seguía tirado en la zona, sus extremidades desparramadas en un ángulo poco natural, inmóvil.

Salté cual cabra montesa desde la zona reservada hacia la grada, agradeciendo mi atuendo informal y zapato deportivo para culebrear entre el público que miraba, sobrecogido, el cuerpo accidentado. Al mismo tiempo que me acercaba a la pista, marqué el número de Luz. Seguro que lo había visto todo por televisión y me podía imaginar la angustia que estaría sufriendo. Ella, como médica que era, estaría más que consciente del daño que una caída de esas características podía causar. Esperaba que la retransmisión estuviera siendo prudente con las malditas repeticiones para no aumentar su zozobra.

Pude esquivar a público y guardias de seguridad a codazos hasta llegar junto a la pista. Los sanitarios ya estaban junto a Luis, que seguía inmóvil. Manejaron con precaución el cuerpo para no provocarle más lesiones mientras lo atendían. Un sordo murmullo circulaba por todo el pabellón, y se me coló hasta el tuétano. No podía estar más asustada, aunque traté de mantener mi voz estable para no incrementar la angustia de Luz cuando le hablara.

-Mierda - la doctora no contestaba. Marqué el contacto de mi mujer, que respondió de inmediato.

-Estoy con Luis, a su lado, pásame a Luz. Lo están atendiendo, lo están atendiendo - la respiración jadeante de la mujer me rompió el corazón.

No podía ser que el destino fuera tan cruel con ellos. Sara merecía crecer al lado de su padre. Luis merecía despedirse del basket en la pista, jugando, no por una lesión de consecuencias nefastas. No podía ser que gente buena tuviera que sufrir esos golpes, la pérdida, la ausencia. No tenía sentido vivir si no era rodeada de la gente que amamos.

-Marta, dime qué pasa, dime algo, por favor. ¿Es el cuello, o la columna? - noté que Luz intentaba tirar de profesionalidad para no verse arrastrada por el miedo.

Me escurrí como pude entre unos y otros para acercarme todo lo posible. Tres sanitarios atendían a Luis: lo habían inmovilizado para auxiliar su respiración y comprobar los reflejos.

Entre la maraña de cuerpos, vi que los dedos de Luis tamborileaban sobre el suelo.

-¡Está bien, está bien, mueve los dedos! - grité al teléfono. - Está bien, Luz, todo va a estar bien.

Mi suspiro de alivio se mezcló con la algarabía al otro lado de la línea telefónica. Luz no podía ni hablar, pero escuché por encima de las demás voces a Fina tranquilizándola.

La reacción a las pruebas de pupilas y reflejos fue positiva, así que a pesar del collarín que le habían colocado por precaución, Luis fue autorizado a incorporarse. Sin duda tendría un soberano dolor de cabeza, mas su expresión era la de un hombre en éxtasis. Sostenido por el médico del equipo y un compañero, se sentó en la camilla y miró alrededor. Me vio y sonrió, llamándome.

Me dejaron acercarme y le pasé el teléfono. Luis rompió en lágrimas al escuchar la voz de su mujer. El instante de felicidad absoluta me sobrecogió.

-Estoy bien, cariño... Te quiero, te quiero.

La apoteosis se desató entonces. El equipo campeón botaba por toda la pista, aparecieron camisetas conmemorativas, cañones de confeti cubrieron de oro el cielo y el suelo del pabellón, y la entrega de medallas y trofeos por las autoridades se adueñó de la pista, aunque el hombre del momento seguía siendo Luis Merino.

Amor y desafío / MafinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora