7 Lienzos

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Al quinto día tuvo que salir de su habitación. Lo había postergado tanto como le había sido posible. Los ruidos en la calle, que se filtraban aun con la ventana cerrada, habían hecho de dormir una actividad casi imposible, por no mencionar lo que a menudo se filtraba de las habitaciones contiguas con la misma nitidez con la que escuchaba el sonido de la televisión. Música, eso era. En un inicio lo había creído imposible. Era música y quienes la escuchaban podían repetirla una y otra vez con la facilidad de un director de orquesta. Era como si tuvieran un concierto privado en sus habitaciones, aunque el género era incierto para Giulio, especialmente aquel que sonaba como si estuvieran raspando metal contra el piso o, peor aún, descuartizando a una persona que gritaba terriblemente.

«Tomello» se llamaba el hombre que vivía en la habitación de la izquierda. Giulio lo había escuchado discutir y gritar en más de una ocasión, sin nadie que le contestara. Tenía tres años menos que él. Lo sabía porque Tomello solía gritarlo como si tuviera que reafirmar su edad a un ente imaginario que ponía en duda su valía en la vida. Tal vez también hablaba mediante algún artefacto similar al radio de Mel, salvo que él no obtenía respuesta a cambio.

Quizás estaba loco.

Tal vez él estaba loco y por eso no había salido de su habitación en todo ese tiempo, embebido como se encontraba en la televisión. Verla, entenderla, maravillarse con todo lo que le mostraba, le había ayudado a olvidar, a no pensar más, a hacer más tolerables las horas de angustia y de tristeza, mientras una voz silenciosa dentro de su cabeza gritaba que su vida estaba perdida y no la recuperaría más. Lucilla, Akantore y Jean no volverían más. Sus voces, sus rostros, sus sonrisas, su afecto, todo estaba perdido. Todo había quedado atrás, cientos de años en el pasado.

En todos esos días sólo había descendido a la primera planta para recolectar un poco de comida y enseguida correr a refugiarse de regreso en su habitación. En otro momento se habría sentido avergonzado por únicamente recibir sin dar nada a cambio. Su crianza había sido basada en los pilares de la honorabilidad, la honradez y el orgullo. En ese instante no tenía muy claro en lo que se había convertido su vida, o cómo podría continuar adelante si parte de lo que más le importaba en el mundo le había sido arrebatado.

Presentía que sin importar lo que hiciera, nada podría ser solucionado. Había llegado a ese lugar para quedarse, y permanecería solo a pesar de todos los esfuerzos que hiciera por descubrir por qué es que estaba de regreso en una época cientos de años adelantada a la suya.

La electricidad era maravillosa, sí, también lo eran el drenaje, las máquinas como los vehículos o los pequeños puntos brillantes que había distinguido un par de veces en el cielo y que la televisión había llamado «aviones» en un documental de catástrofes aéreas que lo había dejado insomne la noche anterior. La comida era más sazonada que antes porque la sal ya no era imposible de conseguir y las unidades refrigeradoras, que ayudaban a conservar frescos los alimentos, lo habían animado a darse una breve vuelta por la cocina para mirarlas con sus propios ojos.

Cada día descubría algo nuevo y era aún más sorprendente que lo hiciera sin abandonar su habitación, ayudado únicamente por la televisión, esa ventana diminuta que echaba un vistazo al mundo entero y que ya le había contado historias sobre muchas culturas distintas, muchas de las cuales Giulio ni siquiera había imaginado que existían.

Ese día, el quinto desde su encierro voluntario, había alcanzado el límite de su tolerancia a la soledad. Era necesario salir para más que cumplir con las tareas que le asignaba como pequeña compensación por su estadía en ese lugar y lo sabía. El aire fresco lo ayudaría a tranquilizar el furor de los recuerdos, que enloquecían especialmente cuando intentaba dormir y en todo lo que podía pensar era en Lucilla y en cuánto la extrañaba. Sus mejillas rollizas, su cuerpo enjuto atrapado dentro de los coloridos y hermosos vestidos de seda que la ataviaban, su cabello ondulado cayendo en mechones cenizos sobre sus hombros, sus manos pequeñas y regordetas, sus palabras suaves, su risa escandalosa...

El Lienzo Incompleto (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora