La primera vez que escuchó el sonido amplificado de un micrófono saltó a esconderse detrás de un vehículo para escarnio de quienes lo habían mirado, tal vez creyendo que estaba bromeando. Había ocurrido la tarde anterior, después de todo un día de distribuir las «carpas» para cubrir las secciones donde serían acomodadas las mesas, las sillas y las gradas, y el organizador se había cansado de gritar con nada más que sus manos en torno a su boca para acrecentar el efecto de su voz.
Hasta ese momento Giulio había mantenido su curiosidad a raya y había decidido no indagar más allá de lo que Fátima le había informado. La ceremonia se trataba de un evento de homenaje. Una parte de él sabía por qué, o hacia quién estaba dedicado pese a que desde que tenía memoria La Arboleda había celebrado los aniversarios de su fundación también en noviembre.
Quizás eso no había cambiado en quinientos años.
Esa mañana, el organizador estaba usando de nuevo el poder del «micrófono» para dirigir a los asistentes con el acomodo y armado de las cosas. Su voz se elevaba con notas estridentes que tenían a Giulio al borde de un ataque de nervios y de un pésimo humor que ya lo había hecho contestar de mala manera un par de veces a distintas personas. No se enorgullecía de su falta de control, pero el rechinido del artefacto, aunado a las bocinas de los vehículos y a la cacofonía llamada música que varias personas hacía sonar en sus dispositivos de comunicación hacían del buen humor un imposible.
También jugaba en su contra su falta de sueño, las pesadillas, los pensamientos y los recuerdos. Soñaba a menudo con Lucilla. La abrazaba, la besaba, y en la calidez de sus brazos se entregaba a un descanso que por momentos le parecía demasiado real como para ser solamente un sueño. Después todo se tornaba turbio. Lucilla sujetaba un abrecartas a lo alto y Giulio despertaba con un exabrupto, bañado de sudor e hiperventilando. También soñaba con «Ella», la mujer que, estaba seguro, lo había llevado a ese lugar.
Recorría calles antiguas plagadas de edificios viejos y nuevos junto a «Ella» en esas pesadillas. Se encontraba con gente cuyos restos eran ya polvo. Los rostros cadavéricos le sonreían debajo de sus finos sombreros y elegantes trajes, danzando en las taciturnas avenidas, y Tomello aparecía entre ellos, sosteniendo cadenas en sus manos; segundos después yacía muerto, apuñalado por el hombre de cabello verde. Fátima retozaba junto las damas de la corte francesa, intercambiando pomposas carcajadas y sonrisas forzadas ajenas a su cálida personalidad. Las máquinas de metal se transformaban en enormes criaturas devoradoras de seres humanos que perseguían a Giulio hasta el final mismo de sus sueños, donde la negrura se extendía sobre un manto de lápidas y criptas erigidas sobre el musgo y la decadencia.
Ahí era cuando «Ella» volvía al ataque, un hálito pálido y delgado de largo cabello negro que proyectaba una profunda estela de oscuridad donde su silueta se deslizaba. Sin rostro, solo labios, a veces ojos. Se deslizaba con la suavidad de la brisa, con pies transparentes, miraba de reojo, hablaba en un coro de miles de voces susurrando al mismo tiempo. Cuando Giulio intentaba alcanzarla despertaba. La semioscuridad de su habitación lo devolvía al presente y el insomnio hacía presa de él, sumiéndolo en la desdicha del nerviosismo que hacía castañear sus dientes y punzar las cicatrices de sus heridas.
Esa mañana no había sido la excepción. Había despertado desde las cuatro de la madrugada, con el cielo aún oscuro al otro lado de la ventana y la ciudad entera en silencio. Fátima le había dado a comer algo extraño la noche anterior para apaciguar el dolor en los músculos, pero no había funcionado mucho. Analgésicos, había dicho que se llamaban. Iban compactos en dos pequeños cilindros de color blanco que él había tragado casi por la fuerza, bebiendo mucha agua en un intento vano por deshacerse del sabor amargo que haber masticado uno por error le había dejado en la lengua.
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El Lienzo Incompleto (Completa)
قصص عامةGiulio Brelisa es un prodigioso pintor de la época del Renacimiento que ve su existencia trágicamente truncada en el año de 1520, a la edad de 25 años, a manos de su propio padre, sólo para despertar en el tempestivo siglo XXI, exactamente en el 202...