Prólogo

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La luz de las velas no era suficiente para hacer justicia a la siniestra belleza del rostro de «Ella», ese ente misterioso que veía aparecer en sueños y que rondaba por su imaginación en una extensa galería de pasillos inciertos construidos con los personajes a los que Giulio les había dado vida en sus obras a lo largo de su existencia.

Su rostro era demasiado pálido, su manto traslúcido demasiado revelador que contorneaba las curvas gráciles de su cuerpo desnudo. Su cabello ondeaba como empujado por corrientes de aire que parecían brotar fuera del lienzo. Con el rostro levemente inclinado hacia un costado, veía sin compasión hacia la figura alada que se arrastraba hacia ella con la expresión suplicante mientras sostenía una espada rota en una mano y con la otra tiraba del manto aún no terminado que la cubría a ella. A su alrededor oscuridad, fuego lejano, figuras que lo observaban todo con espanto, morbo o fascinación, tampoco realizadas aún, pero ya trazadas sobre el lienzo en espera de recibir color, vida, emoción.

Giulio daba dos pasos hacia atrás cada tantos minutos para apreciar los detalles más destacables con ojo crítico. Era noche, muy noche, y todo el mundo dormía. Sólo las decenas de velas repartidas a lo largo de su taller revelaban su noctambulismo y su profunda inspiración, que debía sacar al momento si no quería que las ideas se revolvieran y se convirtieran en pereza.

La cara de «Ella» estaba terminada, un rostro muy particular, nunca antes visto por él en persona pero que, de alguna manera, había llegado a su imaginación como si hubiera sido retratado por fuerzas divinas, comprendidas más allá de su humano entendimiento. Los destrozos y los escombros de la catedral en ruinas alrededor de «Ella» y el ángel caído le habían tomado días, y continuarían haciéndolo porque aún requerían de profundidad y pulidez.

No es humana, le decía algo en su interior.

No, porque la imaginación era y no era humana al mismo tiempo. La imaginación era capaz de crearlo todo y en el mismo instante destruirlo, de enloquecer y sanar, de condenar y salvar.

Pasó el pincel por la mejilla de porcelana contorneada por un largo mechón de cabello negro que caía lacio hacia uno de sus pechos, y un ruido al otro lado de la puerta que conectaba con el pasillo lateral de la planta inferior lo hizo detenerse, interrumpiendo la melodía que tenía grabada en la mente y que había tarareado una y otra vez, imaginando escucharla mientras pintaba.

Recordaba que la última vez que había mirado el reloj mecánico instalado en la sala había sido la una de la madrugada. Había pasado a la cocina a robar un poco de vino y pan y se había encerrado en su taller desde entonces, satisfecho con los acontecimientos de la noche previa y de haber encontrado el camino despejado para evitar cualquier inconveniente con su padre, que de manera comprensible ya no se sentía cómodo con la presencia de Giulio en su casa.

Su tiempo de juventud temprana había pasado ya y era momento de que se mudara a su propia residencia. Tenía veinticinco años recién cumplidos, y aunque aún dudaba de formalizar cualquier decisión, era ya todo un hombre que vivía como un inquilino incómodo en una residencia donde estaba por fraguarse una familia nueva, como lo era la de su padre con su recién tomada esposa Laurelle, una mujer cinco años menor que Giulio que estaba ya esperando a su primer bebé.

Akantore, su padre, no le había pedido marcharse aún, y quizás no lo haría pese a que había demostrado abierta incomodidad cuando encontraba a Giulio departiendo con Laurelle, lo que no ocurría con mucha frecuencia precisamente para evitar cualquier tipo de malentendido, o para no incentivar más los rumores que comenzaban a circular por el pueblo y que Giulio creía una jugada ruin por parte de algún bravucón resentido contra su persona. Él y Laurelle sólo vivían en la misma casa porque amaban a una persona en común, Akantore.

El Lienzo Incompleto (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora