1 Lienzo

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Lávame más y más de mi maldad, Y límpiame de mi pecado.

-Miserere


Entraba y salía de la inconsciencia, doblegado por el frío que sentía a punto de congelar cada extremidad de su cuerpo. El dolor se agudizaba con el lento transcurrir de los minutos. El tic tac del reloj mecánico ubicado en el pasillo, a tan sólo un par de metros de la puerta de su habitación, martilleaba en sus sienes.

Sudaba.

Se retorcía.

Murmuraba cosas que llegaban ininteligibles a sus propios oídos.

Su mente se repartía entre la confusión y la angustia. Comprendía a medias lo que había sucedido. Quizás no quería darle nombre ni ponerle palabras.

Lo habían llevado a su cama en algún momento después de perder la consciencia en el piso de su taller, envuelto entre los brazos del monstruo que alguna vez había sido su amoroso padre. Había despertado rodeado de un montón de gente, la mayoría rostros que en otro momento le habrían sido conocidos. Rondaban su cama como espectros que se desfiguraban hasta convertirse en sombras alargadas de bocas anchas que lo miraban con ojos brillantes y las expresiones contraídas. Sus voces lo aturdían con sus murmullos. Los rezos lo atormentaban, el olor de la cera lo sofocaba y lo hacía atragantarse con su sangre.

La primera noche fue tan larga como la agonía que le impedía moverse sin gritar con sonidos afónicos. Se revolvía entre las cobijas, gimiendo e implorando por ayuda que jamás llegaba para mitigar su dolor. Reconocía de entre todos la cara de su padre y se aferraba a él y a la mano tibia que apretaba la suya tan fría.

Pero Akantore lloraba, y sus lamentos atormentaban a Giulio; el llanto había enrojecido sus ojos, la luz de las velas reflejaba su tenue fulgor en el camino brillante que habían trazado las lágrimas sobre sus mejillas hirsutas.

Habían pasado horas, quizás meses o días y Giulio aún podía sentir el filo de la hoja que había herido una y otra vez su cuerpo, destruyéndolo. Tiempo eterno en el que sólo podía rogar por que todo terminara mientras la voz de su padre rebotaba con un eco profundo dentro de su cabeza. El recuerdo de sus gritos de furia se entremezclaba con el llanto desconsolado y las plegarias con las que intentaba a toda costa mantenerlo atado a la vida. Y con él lloraba alguien más, un rostro femenino al que intentaba aferrarse y que no conseguía alcanzar para besar con la enjundia del amor que sentía por ella.

Lucilla.

Lucilla, Lucilla...

El nombre se repetía sin descanso entre sus labios agrietados, se revolvía con los murmullos y el ladrido incesante de los mastines.

Lucilla.

La ropa de cama se humedecía rápidamente. Entre sueños y pesadillas, Giulio temía cuando llegaban las sombras a cambiarla. Lo movían, haciéndolo gritar. Le daban de beber y vomitaba. Se ahogaba entre lo fluidos que gorgoreaban dentro de su pecho como si se sumergiera de cuerpo entero en el agua del lago y los truenos que retumbaban al otro lado de las paredes le impidieran emerger a la superficie.

Rogaba, acompañado de las oraciones.

Imploraba, ignorado por las voces, el llanto y los rezos.

¿Por qué no terminaba? Porque el martirio se alargaba mientras él luchaba por quedarse. Quería quedarse.

Necesitaba quedarse.

El Lienzo Incompleto (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora