Capítulo 3

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A veces, me encontraba deseando que Lucas fuera el único chico que se fijara en mí. Pero la realidad era muy diferente. Al pasar los años, finalmente mis dientes se completaron. Al cumplir los doce, ya estaba en la secundaria.

Yo tenía una apariencia engañosa. Aparentaba ser mayor; tal vez tres o cuatro años más de lo que realmente tenía. Esa madurez física atraía a los hombres como la miel al oso. Mientras yo trataba de navegar por las aguas turbulentas de la niñez y la adolescencia, ellos parecían estar jugando un juego completamente diferente; había algo en sus miradas que me decía que Lucas no era el único chico del que debía preocuparme. Los hombres ya no eran solo admiradores inocentes; eran sombras que acechaban en cada esquina.

Cada día después del colegio se convertía en una prueba de resistencia. Caminaba por las calles con la cabeza gacha, evitando el contacto visual con cualquier grupo de chicos que pudiera cruzarse en mi camino. Me sentía como un pez atrapado en una roca, rodeado de depredadores de miradas morbosas.

Una tarde, mientras regresaba a casa, noté a un grupo de chicos mayores al final de la calle. Se reían entre ellos y lanzaban comentarios despectivos sobre las chicas del barrio. Mi corazón comenzó a latir con fuerza; sabía que debía cruzar la calle para evitar pasar cerca de ellos. Pero cuando lo hice, uno de ellos se dio cuenta y comenzó a seguirme.

-¡Eh! ¡Espera! -gritó mientras corría tras de mí. Su voz era burlona. Sentí cómo el pánico se apoderaba de mí mientras aceleraba el paso. No quería mirar atrás; sabía que si lo hacía, podría encontrarme con una sonrisa cruel o algo peor.

Finalmente llegué a casa y cerré la puerta detrás de mí con un golpe seco. Me apoyé contra ella, tratando de recuperar el aliento mientras mi mente seguía dando vueltas a lo ocurrido. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué no podía simplemente disfrutar mis días sin tener miedo? Desde ese día cambiaba el rumbo de mi camino a casa cada día; a veces tardaba hasta una hora en llegar, solo por evitarlos.

Los hombres pueden llegar a ser realmente sádicos cuando se lo proponen; esa lección la aprendí demasiado pronto. Durante los recesos escuchaba como otras chicas hablaban sobre sus amores y los chicos guapos del colegio como si fueran cuentos de hadas, pero para mí era diferente. Cada interacción se sentía como un juego peligroso donde las reglas estaban hechas para lastimarme.

Con cada día que pasaba, mi odio hacia esa atención no deseada crecía más fuerte. Detestaba cómo algunos chicos pensaban que podían hacer lo que quisieran solo porque tenían un par de años más o porque creían tener poder sobre mí. La idea misma me llenaba de rabia. Eso se lograba ver en los resultados de mis lienzos.

En la casa, estaba sola la mayor parte del tiempo. Mi padre se fue con otra familia poco después de llegar a la ciudad. Al parecer tenía otro hijo, un año mayor que yo, con otra mujer. Mi madre trabajaba todo el día debido a que él no se hizo cargo de mantenernos, y rara vez estaba en casa cuando yo regresaba del colegio. Mi hermano mayor, Tomas, también estaba atrapado en su propio mundo, sumido en sus estudios, su trabajo, y sus amigos.

No tenía con quién hablar sobre lo que me pasaba, no podía compartirlo con nadie. No quería darle más preocupaciones a mi madre de las que ya tenía. Así que me guardo todo dentro, como si fuera un secreto oscuro que debía llevar sola. Lo único que me hacía sentir feliz eran mis lienzos y mis dibujos, pero incluso eso se vio afectado. Los dibujos que lograba hacer estaban marcados de oscuridad. Poco a poco deje de dibujar.

Las noches eran las peores. Cuando finalmente me encontraba en la cama, el silencio se convertía en un eco ensordecedor de mis pensamientos. Me preguntaba si alguien alguna vez notaría mi angustia o si simplemente seguiría siendo invisible para todos. A veces deseaba poder gritar, desahogar todo lo que llevaba dentro, pero las palabras se quedaban atoradas en mi garganta. Lo que hacía era refugiarme en la música; escuchaba música a todo lo que daba el volumen para no escuchar mis propios pensamientos.

Poco a poco, a medida que seguía creciendo, comencé a adoptar una actitud fría y distante como una forma de protegerme. No me molestaba en hablar con nadie y me dedique a ignorar a todos a mi alrededor; ya no me importaba si pensaban que era engreida y participaba en las actividades escolares tanto como podía. Era una espectadora silenciosa que no permitía que nadie se me acercara.

La frialdad se convirtió en mi refugio. Cuando alguien me hacía un comentario hiriente, sádico o intentaban burlarse de mí, simplemente levantaba una ceja y los miraba con indiferencia, aunque por dentro sentía cómo las palabras le quemaban como ácido. Así pasaron los años.

Al regresar a casa una tarde, cuando ya faltaba poco para terminar el año escolar, encontré una nota pegada en la puerta del refrigerador: "Llegaré tarde hoy. Tomás se fue a la universidad. Hay comida lista en el microondas". Era un mensaje típico de mi madre; siempre ocupada y siempre disculpándose por no estar presente. Mi hermano, por su parte, estudiaba de noche y tenía un trabajo de día. Tampoco lo veía mucho y aunque así fuera era difícil tener estas conversaciones con él.

Mientras esperaba frente al microondas a que la comida se calentara, sentí una punzada de tristeza al darme cuenta de lo sola que estaba. No había nadie con quien compartir mis miedos o mis alegrías que eran nulas; nadie que me preguntara cómo había ido mi día.

Esa noche decidí escribirle una nota a mi madre. No sabía si tendría el valor para dársela. Pero necesitaba expresar lo que sentía:

-Mamá -comencé a escribir con cuidado- siento que nunca hablamos ya. Me gustaría poder contarte lo que me pasa en la escuela y cómo me siento. A veces me siento muy sola.

Las lágrimas comenzaron a caer mientras escribía cada palabra; a pesar de escribir solo eso, era como si estuviera liberando todo lo que había estado guardando durante tanto tiempo. Al terminarla, mire la nota con tristeza y esperanza al mismo tiempo.

Decidí dejarla sobre la mesa del comedor para que mi madre pudiera verla cuando llegara a casa esa noche. Tal vez así podría abrirse un camino hacia una conversación sincera entre nosotras.

Después de cenar, me metí bajo las sábanas con el corazón pesado y los pensamientos oscuros bailando alrededor de mi mente. Cerré mis ojos e intenté dormir, esperando despertar al día siguiente con un poco más de claridad sobre cómo enfrentar el mundo exterior y las sombras internas que tanto me pesaban.




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LIENZOS DEL SILENCIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora