Capítulo 11

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Esa tarde, caminé a casa con pasos pesados, cada uno de ellos resonando como un eco de mi desolación. La distancia que me separaba de mi hogar parecía interminable. Ya el sol se ocultaba lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de un sombrío naranja cuando llegue. No quería llegar y encontrarme con mi madre o mi hermano; no tenía fuerzas para enfrentar sus miradas curiosas o las preguntas que inevitablemente surgirían. 

Al abrir la puerta de mi casa, el silencio me envolvió como una manta pesada. Entre a mi habitación y me deje caer contra la puerta, sintiendo cómo la soledad se apoderaba de mí. Con un suspiro profundo, me dirigí al baño.

La ducha estaba caliente, casi abrasadora, pero yo no sentía nada. Restregaba mi piel con rabia y asco, como si pudiera frotar fuera la suciedad que sentía en mi interior. El agua corría por mi cuerpo, llevándose consigo las lágrimas que caían sin control. Me miro en el espejo empañado y vi a una extraña: ojos hundidos, piel pálida y una expresión vacía que reflejaba mi dolor.

Después de lo que pareció una eternidad bajo el chorro de agua caliente, salí del baño sintiéndome aún más perdida. Me metí en la cama envuelta en una toalla, temblando ligeramente mientras las gotas de agua se evaporaban sobre mi piel. Esa noche lloré amargamente en mi cama, dejando que los sollozos desgarraran el silencio de mi habitación hasta quedarme dormida.

El sueño llegó como un refugio temporal; sin embargo, no trajo consuelo ni paz. En mis sueños, Diego aparecía como un espectro oscuro que me acechaba desde las sombras. Pero con los días, me di cuenta de que él no volvería a molestarme; ya había obtenido lo que quería. 

Los siguientes días transcurrieron mecánicamente. Iba a la escuela y regresaba a casa sin sentir ninguna emoción de ningún tipo. Las risas de mis amigas sonaban lejanas y distantes. Comía cuando tenía hambre y dormía la mayor parte del tiempo, pero todo carecía de significado.

Mi madre notó algo extraño en mí; los ojos apagados y la falta de interés eran evidentes incluso para alguien tan ocupada como ella. Pero yo solo sonreía con desgana cuando me preguntaba si estaba bien y me encerraba en mi habitación al llegar a casa. Mis amigas también lo notaron y cuando me preguntaban que me pasaba, simplemente les decía que me sentía enferma, y no era mentira. 

La depresión se convirtió en una compañera silenciosa pero constante. Las cosas que antes disfrutaba, leer, escuchar música o dibujar, ahora eran solo recuerdos borrosos, atrapados en un rincón olvidado de mi mente. Me sentía atrapada en un ciclo interminable de tristeza y apatía.

Sin embargo, dentro de esa oscuridad creciente había una pequeña chispa que aún resistía; una parte de mí anhelaba recuperar lo perdido y encontrar nuevamente mi voz. Pero por ahora, esa chispa permanece oculta bajo capas de dolor y confusión.

El sonido insistente del celular resonaba en mi habitación, un recordatorio constante de que el mundo seguía girando allá afuera. Mensajes y llamadas se acumulaban, pero yo no tenía ganas de responder. Con un gesto cansado, apague el dispositivo y lo deje caer sobre la cama, como si al hacerlo pudiera silenciar también las voces que me rodeaban.

Pasaba los días sumida en un letargo profundo, durmiendo más de lo habitual. Ya no soñaba nada; cada vez que cerraba los ojos, me entregaba a un sueño sin sueños, donde la realidad se desvanecía y solo existía el silencio. Era una forma de escapar, aunque sabía que no podía huir para siempre. Pero en esos momentos de inconsciencia, al menos no sentía el peso del dolor. 

Mi hermano, Tomás, había intentado acercarse a mí varias veces. La preocupación en su voz era palpable cuando me pedía que lo acompañara a salir o hacer algo juntos como solíamos hacer antes. Pero yo solo respondía con un murmullo desganado o una negativa silenciosa. No tenía fuerzas para fingir que todo estaba bien ni para participar en actividades que antes me habrían traído alegría.

—Vamos, Paula —insistió Tomás una tarde—. Solo será un rato. Podríamos ir al parque o ver una película. Te vendría bien salir un poco.

Yo lo miré desde mi rincón en el sofá, sintiendo cómo mi corazón se encogía ante la preocupación genuina de mi hermano. Pero las palabras se atascaban en mi garganta; no podía articular nada más allá de un simple "no". La idea de interactuar con el mundo exterior me resultaba abrumadora.

—No quiero salir —respondí finalmente, con una voz tan apagada como mi mirada—. Solo quiero estar aquí.

Tomás suspiró, frustrado pero comprensivo. Se quedó unos momentos más en la sala, intentando encontrar las palabras adecuadas para animarme, pero pronto se dio por vencido y se fue. Sentí una punzada de culpa al escuchar la puerta cerrarse tras él; sabía que mi hermano solo quería ayudarme, pero no podía permitirle entrar en mi mundo sombrío.

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y el ciclo de aislamiento continuó. Las paredes de mi habitación parecían cerrarse cada vez más a medida que me sumergía en mis pensamientos oscuros. Mi celular estaba lleno de notificaciones sin leer; mis amigas, preocupadas, preguntando por qué salía corriendo del colegio y qué pasaba conmigo. Pero yo no podía enfrentarlas. 

Soy como un cascarón vacío, una sombra de la persona que había sido, sin ganas de vivir. Sé que debo enfrentar lo sucedido algún día; pero por ahora, simplemente existo entre sombras, esperando el momento adecuado para comenzar a luchar nuevamente por sí misma.





🗣️ "La lucha contra la depresión revela una resiliencia qué pocos pueden ver"
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LIENZOS DEL SILENCIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora