28 Lienzos

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Estaban vigilándolo. Lo había notado días después de regresar de su improvisado viaje a La Arboleda. Las cosas no habían cambiado mucho desde entonces, excepto porque era Crisonta la que por momentos lo atosigaba a preguntas y luego se disculpaba, avergonzada por lo que ella misma catalogaba como impulsos de adolescente fanática. Había ocasiones en las que Giulio entendía poco de lo que ella decía entre sus borbotes dado que muchos tecnicismos y términos de la era actual aún le parecían confusos, pero intuía los significados porque que el lenguaje del arte, la pasión y la creatividad continuaban siendo las madres de la creación.

Fue una tarde cuando descubrió que lo vigilaban, al salir al callejón lateral a tirar una bolsa de basura en el contenedor que le pertenecía al taller y ser acosado por la penetrante mirada de dos hombres a bordo de una camioneta blanca que estaba estacionada en la callejuela trasera que conectaba con más talleres de arte y pequeños negocios de recuerdos turísticos.

Era un lugar prohibido para mantener un vehículo por tanto tiempo detenido, como había sido el caso de Sofía con su propio automóvil, por lo que Giulio había comenzado a sospechar que ellos gozaban de ciertas libertades de las que la mayoría de la ciudadanía carecía.

Lo había corroborado un par de tardes después de descubrirlos, cuando al salir nuevamente a tirar la basura, con un delantal salpicado de pintura cubriendo su ropa, había mirado que dos hombres vestidos de «policía» estaban conversando animadamente con ellos desde el exterior del vehículo. Al ver a Giulio mirándolos fijamente, los cuatro hombres habían volteado en su dirección y él había regresado volando al interior del taller, indeciso entre sentirse a salvo o amenazado. ¿Estaban ahí para asegurar su bienestar o para asegurar que no se marchara a ningún lado?

Después encontró otra camioneta en la parte frontal del taller, en la acera opuesta, frente a un taller de escultura con hermosos parterres debajo de las anchas ventanas. Ese lo tripulaban una mujer y un hombre, ambos tan desgarbados en su labor que Giulio imaginó que tampoco les importaba que él se enterara de su presencia. Por el contrario, cuando intercambió miradas con ellos, el conductor le sonrió e hizo una venia con la cabeza que a él le costó responder al sentir la interacción demasiado bizarra y fuera de lugar.

Es para tu seguridad, le había respondido Emma cuando él había decidido llamarla por medio de su celular durante un descanso. Había comenzado a pintar el cuadro que deseaba poner en la iglesia, utilizando un rincón dentro del taller para no intervenir con las clases de Crisonta ni en el resto de sus actividades. Los alumnos, al no mirarlo directamente, se mantenían concentrados en sus deberes e ignoraban la mayor parte del tiempo lo que él hacía oculto detrás del caballete y del enorme lienzo que le había tomado al menos un día entero preparar con la ayuda de Crisonta y de David.

Los vigilantes estaban ahí por él, o para él, según había insistido Emma. Eran silenciosos y discretos, lo seguían a todos lados a pie o dentro de sus vehículos y sólo tenían permitido intervenir en caso de que él tuviera dificultades que pusieran en riesgo su seguridad.

El tercer día después de su llamada hacia Emma y de corroborar que estaban tras su pista, se habían ofrecido a llevarlo a casa cuando su salida del taller se había postergado hasta la media noche por haber gastado el tiempo bebiendo vino y comiendo golosinas con Crisonta y David, que no perdía la oportunidad de bombardearlo a preguntas cuyas respuestas escuchaba con embeleso. Sólo había aceptado ser llevado por los vigilantes porque le había parecido más seguro ser secuestrado por personas que trabajaban con Emma que por desconocidos que podrían intentar cualquier cosa contra su persona.

El cuadro que había decidido pintar estaba avanzando con rapidez, tomándole menos tiempo que el primero que había terminado y obsequiado a Crisonta semanas atrás. Su padre siempre había admirado los ángeles que Giulio pintaba, así que había decidido crear uno especialmente para él, envuelto en satines y telas traslúcidas de colores rojos, azules y cremas, con el cabello de color cenizo largo hasta los codos y uno de los rostros más hermosos que Giulio había sido capaz de imaginar. Sus alas de suaves plumas color avena lo envolvían parcialmente mientras su espalda encorvada lo había inclinado al frente, donde apoyaba sus codos sobre sus rodillas y veía al vacío con la cara ladeada y los ojos entrecerrados, rozando su frente con la de un frondoso lobo de pelaje gris violáceo cuyo cuerpo se difuminaba en la lejanía para extenderse como un manto de estrellas, nubes oscuras y una luna dorada.

El Lienzo Incompleto (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora