Abrió sus ojos, sintiendo su cabeza explotar de dolor, sus párpados pesados y esas ganas increíbles de vomitar hasta lo último que podía estar alojado dentro de su estómago.
Intentó moverse, volver a sentirse al mando de sus extremidades, salir debajo de esas suaves sábanas. No pudo. Algo aprisionaba su cuerpo contra el cómodo colchón. Frunció el entrecejo y, con esfuerzo, enfocó aquello que reposaba sobre sus piernas. Bueno, definitivamente algo no iba bien. Primero, ella debía estar bien muerta y enterrada bajo varios metros de tierra. Segundo, esa cabellera cobriza tendría que estar en igual condición que ella.
No pudo, no logró articular palabra para llamarlo, para susurrar su nombre. No pudo porque, si todo resultaba ser un sueño, ella no encontraría la fuerza para reponerse de tan retorcido golpe. Prefería mantenerse unos instantes allí, en ese cómodo y feliz sueño, que comprobar el alto estado de alucinación en el que se encontraba. Prefirió no hacer nada por temor a que él desapareciera, a que volviera a marcharse lejos, arrancándole el alma y la vida, llevándose hasta lo último de su ser junto con esa sonrisa tan linda que poseía.
De a poco esa cabellera se removió con pereza, hasta que esos ojos oscuros, casi negros como la noche, la volvieron a contemplar con ese amor infinito. De nuevo volvió a sentir su corazón latir, de nuevo pudo conectar con su entorno, otra vez sintió el refrescante aire descender por su garganta y llenar sus pulmones. De nuevo volvió a la vida.
—Bruno —susurró con la voz quebrada.
—Amor —respondió él en igual tono, poniéndose de pie para acercarse hasta su bella leoncita, esa que llevaba demasiadas horas inconsciente, completamente dormida sobre aquella pulcra cama de ese improvisado hospital.
—Bruno —repitió dejando que las lágrimas descendieran por sus mejillas mientras volvía a sentir aquellas ásperas manos posarse sobre su piel, sostenerla con una delicadeza incalculable, acunarla con suavidad para luego acercar esos labios bien finitos hasta los suyos, hundiendo esa lengua exquisita dentro de su cavidad, degustando por completo nuevamente aquel sabor que tanto amaba.
—Te extrañé tanto —susurró Bruno contra los labios de su compañera.
—¿Pero qué... qué sucedió? —preguntó realmente confundida. Se suponía que ella había muerto, que él había muerto, que ambos ya no habitaban en este mundo, pero ahí estaban, besándose como hacía días no lo hacían. No se estaba quejando, solo exteriorizaba su confusión.
—Ya te explicaremos todo, por ahora lo más importante es saber que estés bien —dijo sin dejar de besarla entre sus palabras.
—Pero tú... Yo te vi... Hernán te vio —susurró dejándose besar.
—Digamos que morí, pero pude recuperarme a tiempo —bromeó besando ahora las mejillas de su preciosa, preciosa, leoncita.
—Pero en el hospital...
—Sí, lo sé. Es verdad, en el hospital morí, o eso creyeron —afirmó confundiendo aún más a la leona.
—¿Qué? No entiendo nada.
—¡Y no lo entenderás hasta que te contemos a detalle cada maldita cosa! —exclamó Nate ingresando a la amplia habitación bien iluminada, siendo acompañado por Ian.
Cló frunció el entrecejo y recorrió con su mirada a ese trío que la contemplaba con unas extrañas sonrisas.
—Bien. Cojo con mi lobito y los alcanzo en un rato —dijo seriamente.
—Les damos media hora. Cuando terminen Bruno te llevará a la oficina — explicó el humano y salió de allí a paso lento.
—Me alegra verte con vida —aseguró Ian guiñando su ojo antes de dejarla completamente sorprendida. ¿¡Él trabajaba con Nate!? No, no entendía absolutamente nada.