Apenas le dijeron salió disparado hasta ese lugar que Nate había conseguido para ocultarse durante la misión.
Sintiendo la garganta cerrada por la angustia, el frío sudor cubrirle la espalda y esa presión en el pecho que no lo abandonó desde que le informaron, arribó al peculiar edificio donde estaba alojado su leoncito.
La edificación no era nada fuera de lo normal para las clases trabajadoras de la Ciudad Principal. Contaba con tres pisos y una única entrada por una estrecha calle que terminaba dos cuadras más abajo, justo en donde el mar comenzaba. Por fuera el edificio se notaba sólido aunque algo abandonado, por dentro Nate había hecho todas las modificaciones necesarias en el tercer piso para poder mantener activa la misión. De esta forma, si alguien husmeaba en la planta baja solo se encontraría con la entrada a algunos departamentos de pequeñísimo tamaño y una cinta amarilla atravesando la puerta metálica del ascensor indicando que éste no funcionaba. En teoría aquel edificio no era más importante que el resto que lo rodeaban y poseían características arquitectónicas similares.
En cuanto llegó al último piso se encontró con el mismo pasillo que el de la planta baja, lleno de puertas a ambos lados y un guardia vestido de civil que simulaba leer en la puerta de uno de los departamentos mientras mantenía el acceso a éste abierto.
—¿El señor Arton dónde se encuentra? —preguntó Martin sin saludar.
El guardia al instante se puso de pie, atento y bien parado, realizó un corto saludo con la cabeza y le indicó al señor que lo siguiera, llevándolo hacia la última puerta de la derecha, golpeando suavemente en la madera pintada de gris.
Aguardaron solo unos segundos hasta que Hernán apareció tras la puerta.
—Señor —dijo el doctor y se inclinó a modo de saludo.
—¿Cómo se encuentra? —indagó Martin importándole una mierda que todos lo observaran extrañados. ¡Él solo quería saber el estado de salud de su compañero!
—La bala —dijo Hernán mirando fugazmente al guardia que se notaba igual de confundido que él —impactó en su hombro derecho. Tuvo orificio de entrada pero no de salida por eso lo operamos para extraerla. Va a tardar un tiempo en recuperarse porque estaba compuesta de ese metal que retrasa nuestra velocidad de sanación —explicó y notó con claridad cómo Martin comenzaba a respirar cada vez más fuerte—. Está fuera de peligro —intentó tranquilizar—, pero no se encontrará operativo.
—¿Está despierto? —preguntó señalando el interior de aquel diminuto departamento convertido en sala de servicios médicos.
—Sí, señor.
—Bien, iré a verlo. Usted puede tomarse un descanso. Gracias por su buen trabajo —dijo pasando a su lado y prácticamente empujándolo fuera del departamento.
Ni bien Martin cerró la puerta, inhaló profundo e intentó tranquilizar su alterado estado. Una vez más compuesto, se arregló la camisa y caminó a paso firme hasta la habitación de dónde emanaba el delicioso perfume de su compañero.
No tardó nada en atravesar la diminuta sala, la entrada al baño, esa puerta que estaba a la derecha y daba acceso a la habitación que hacía las veces de sala de operación para llegar hasta la que le permitió ver a Arton, acostado en una cama, con ese molesto suero unido a su brazo derecho -mismo que presentaba una enorme gasa a la altura del hombro- y esa mirada de evidente estado de inquietud.
Lentamente se acercó a él por el lado izquierdo de la cama y se sentó a su lado sin decirle nada. Con sumo cuidado retiró la gasa y observó la herida que estaba muy lejos de sanar. Sin voluntad para controlar el impulso de su animal interior, se inclinó sobre Arton y pasó lentamente su lengua cargada de saliva por encima de aquella herida. Casi acaba allí, como un inexperto, al sentir el gemido bajo que Arton dejó salir, al notar que su leoncito lo había tomado por la cintura y apretaba con fuerza los dedos contra esa zona de su cuerpo. Y él continuó lamiendo, lento, suave, intentando aliviar el dolor de su hombre, de ese que no paraba de elevarlo solo con su ronca voz.