—Papá —llamó la pequeña de cabellos oscuros como la noche y rizos en extremo rebeldes tirando apenitas del pantalón deportivo de su padre.
—Sí, linda —respondió terminando de enjuagar aquel plato, el último de toda la pila que se había ensuciando luego del almuerzo familiar.
—¿Por qué tú hueles a perrito si no tenemos uno? —indagó la niña con cierta timidez y a Bruno el mundo se le detuvo un instante.
Sonriendo bien amplio, solo como lo hacía cuando estaba en casa, se agachó a la altura de la pequeña Natasha y le acarició con cariño el cabello.
—¿Yo huelo a perro? —preguntó y frunció un poquito la nariz.
—Bueno, no a perro perro —explicó cómo mejor pudo siendo una niña de cuatro años—, pero se parece mucho —agregó.
—A ver —dijo Bruno y miró hacia afuera para estar seguro que Cló no lo vería sentando a la pequeña sobre la mesada de la cocina—. ¿Mamá huele como yo?
—No, mamá huele a gatito. Es gracioso porque a ella le gusta jugar como a los gatitos —respondió haciendo mención a las interminables energías de aquella preciosa mujer que, luego de regresar del trabajo, aún tenía recursos para jugar con sus dos pequeñas.
—Sí, mami es juguetona como los gatitos —respondió y la besó en la mejillita—. Pero tío Marcel también es juguetón, tal vez él es un gatito —afirmó y notó que su pequeña se rascaba la naricita diminuta.
—Papi, pica mucho a veces la nariz —dijo un tanto molesta porque aquello le sucedía cada vez con más frecuencia, haciendo que su nariz comenzara a ponerse roja de tanto rascarla.
—Bueno, eso es porque mentí. El tío Marcel no es un gatito —aseguró Bruno—. Ahora dime a qué huele si hago esto —pidió y la abrazó bien fuerte.
La pequeña Natasha olió el aire y cerró los ojos encantada por el dulzor que percibía a su alrededor, envolviéndola a ella y a su papá en esa nube deliciosa.
—A las galletas que cocina tío Ian —afirmó sin separarse de su padre, de ese hombre que amaba con todo su pequeño ser.
—Ese es el olor del amor —susurró Bruno bien pegado a su oído.
—Huele rico —respondió realmente feliz.
—Vamos a contarle a mamá esto que has aprendido a hacer, ¿quieres? —indagó entusiasmado.
—Sí, le diré que la mentira pica en la nariz —explicó dejándose bajar de aquella alta mesada.
—¿Y Alessa huele a algo? —preguntó Bruno tomándola de la mano para guiarla hacia el patio en donde Cló se encontraba sentada a la sombra de una enredadera que habían bien sabido guiar para que terminara formando un fresco techo que ocupaba toda la galería externa del patio.
—Alessa huele a bebé —respondió segura.
—Claro, porque es una bebé —afirmó y levantó la mirada para encontrar a su preciosa compañera pintando unos dibujos junto a la pequeña Alessa, a esa bebé de un año que había llegado junto a Natasha a su hogar, solo para regalarles el placer de poder formar una familia.
—¡Mamá, papá me explicó cómo huelen las mentiras! —exclamó feliz logrando que Cló llevara la mirada desde aquel dibujo hasta ese par que se acercaba a ella.
—¡Ese debe ser el mejor súper poder del mundo! —explicó abriendo bien grande sus ojos.
—Ahora podré decirle a la maestra cuando Sam me quite mis colores —respondió la pequeña—. Siempre dice que no los ha tomado y eso es mentira —afirmó.