Llevaba más de media hora dando vueltas en la entrada de aquel edificio, revolviendo su oscuro cabello el cual había recortado antes de ir allí. Mierda, se sentía patético, perdido, pero no encontraba la voluntad ni para marcharse ni para ingresar. «Bueno», se dijo, «es estúpido estar plantado aquí cuando ya me debe haber olido», aseguró y tomó el poco valor que sentía para atravesar por fin aquella puerta de entrada, aprovechando que una dulce anciana necesitaba salir y sus ocupadas manos no le permitían abrir.
Subió por las escaleras hasta el tercer piso, intentando disimular detrás de su olor a transpiración la evidente ansiedad que sentía.
Se acomodó un poco su camisa blanca y aquel pantalón azul, inhaló profundo y golpeó en la oscura puerta de madera.
Apenas lo vió, apenas sus ojos se toparon con aquellos oscuros, esos que gritaban dolor y cansancio, se sintió desfallecer.
—Marcel —susurró sintiendo sus brazos laxos caer al costado de su cuerpo.
—¿Nate? —respondió el lobo un tanto confundido. Es que no había prestado atención a los olores, nada lo había sacado de su estado en pausa, nada hasta que lo vió parado al otro lado de la puerta, con ese gesto de tristeza que él poco podía comprender. Porque Nate no volvió a contactarlo, no lo dejó acercarse luego de aquella última vez que compartieron juntos. Había tolerado semanas de silencio por parte de él y ahora… Ahora no tenía idea.
—Yo… Lo lamento mucho —murmuró dolido por todo, por haberlo dejado sin dar explicaciones, por no responder sus mensajes, por presentarse luego de cinco días de la bien fingida muerte de Bruno, por tanto debía disculparse que la daga de la culpa se incrustó con fuerza en su pecho.
—Nate —repitió Marcel incrédulo y solo lo abrazó con fuerza, dejó su nariz incrustada en el cuello de aquel humano y sin permiso de nadie un doloroso llanto brotó de lo más profundo de su ser.
Nate, impactado y dolido, elevó sus brazos hasta envolver al lobo con ellos, solo buscando contenerlo, sostenerlo en su dolor por un ratito, ayudarlo a no romperse en mil pedacitos como lo estaba haciendo en ese preciso momento. Y lo supo, comprendió el dolor de Ian, la necesidad de dejar salir aquella verdad aunque pusiera en peligro toda la misión, porque el dolor de esos lobos, el llanto desgarrador de los hermanos, los partían al medio, los arrojaban a un mar de culpa en el que era difícil mantenerse a flote.
—Perdón —dijo Marcel irguiéndose de repente, limpiando sus lágrimas mientras desviaba sus ojos hacia otro lado que no fuese ese humano precioso, ignorando que Nate negaba en silencio, que luchaba con las ganas de volver a abrazarlo y escupirle toda la verdad.
—No, está bien, no te preocupes —respondió al fin el humano.
—Yo… ¿Quieres pasar? —preguntó abriendo más la puerta.
Nate dudó un momento, pero en cuanto sus ojos se volvieron a posar en aquel rostro tan congestionado, ingresó sin pensarlo.
—¿Quieres agua? —le preguntó al lobo una vez que ambos estuvieron dentro.
Marcel sonrió afectado y asintió con la cabeza, necesitando morderse el labio para no volver a llorar como un pequeño.
Sin más el morocho ingresó a la cocina y al instante notó que no sabía dónde se hallaba nada, volvió hasta la pequeña salita solo para preguntar de dónde sacar algo que el lobito pudiese beber.
—En la heladera hay botellas con agua —indicó Marcel sentándose en una alta silla de la barra que separaba la zona de la cocina de la de la sala.
Nate regresó a la cocina y abrió la heladera, observando que la misma solo contaba con unas cuantas botellas de agua y medio limón ya echado a perder. Nada más.