VIII

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—Adeline.

—Déjalo, papá, está bien.

—¿Y Will?

—Trabajando, se despidió de ti, ¿no?

—Ya tardó mucho.

—Ve con César, lo llamaré.

—César...

—Will, ¿qué pasa?

—Nada.

—¿Qué escondes? — lo rodeó y buscó en sus manos el tubo—. No se la vas a inyectar.

—¿Por qué no?

—¿Ya está lista?

—Casi.

—Eso es demasiado riesgo.

—Con tus notas y mi progreso, estamos listos.

—¿Has pensado en los efectos adversos?

—No hay nada concluyente.

—Will.

—Ady, trabajamos por esto durante años.

—Podrías perder tu trabajo, mi pensión no es suficiente.

—Todo va a salir bien.

—Se la pongo yo.

—Te va a curar, papá— Will se sentó al otro lado del progenitor mientras Adeline maniobraba.

—Vas a sentir una pequeña presión.

—¿Cómo te sientes?

—Está frío y denso.

—Shh— Will vio al pequeño y este imitó la acción. Ambos se sentaron junto a la cama en espera de algún tipo de respuesta, sin importar si era buena o mala. César fue a dormir en los brazos de su madre. Por la mañana, no estaban ni el padre ni el hijo. Will y Ady corrieron escaleras abajo mientras lo llamaban, él estaba tocando el piano sin ninguna dificultad.

—Debo llevar un registro de lo que tomo del laboratorio.

—¿Sientes dolor, mareo, náuseas?

—No creo que necesites más de un tratamiento al mes.

—Ha sucedido algo increíble.

—Sí, necesito un examen de sangre, un electroencefalograma y la dosis. Tendrás que estar monitoreado.

—Yo me encargo de la sangre y el monitoreo.

—Chicos— se puso de pie—. Ya no estoy enfermo.

—No fue nada, papá— dijo Will y Adeline lloró de alegría, por fin había podido salvar a alguien con su fórmula.

—César, ¿dónde está? Quiero verlo.

—¿César?

—Hijo.

—No debe andar muy lejos.

—¡César! — se escucharon gritos del niño, del vecino, quizá de sus hijos. El hombre estaba con su bate, el pequeño brincó para intentar irse al otro lado de la barda—. ¡Basta!

—César, mi amor.

—¿Qué le pasa?

—No le hace daño a nadie— se aferraba a su hijo.

—¡Si vuelvo a ver a ese animal cerca de mi casa!

—No es peligroso.

—No volverá a suceder.

—¡Por supuesto que no!

—Sólo quería jugar.

—Mi amor, ¿a dónde ibas?

—Te dije que no salieras sin nosotros. Cielos, no pasa nada.

—¿Es grave?

—Vamos adentro, hijo, ahorita lo solucionamos.

Will frenó a su hermana, hablaron al zoológico para encontrar a la veterinaria que se encargaba de los simios. Adeline no estaba muy de acuerdo, dijo que mejor ella se quedaba en casa cuidando de su padre mientras su hermano llevaba a César. Will armó la carriola que tanto le gustaba a la rubia y puso una manta para esconder al simio. Afortunadamente, nadie lo vio. César se mantuvo tranquilo durante toda la cirugía, su padre le sostenía la mano, quedaron en que le comprarían un helado, la veterinaria se mostraba sorprendida de que el niño fuera diestro en el lenguaje de señas, a pesar de sólo saber pocas palabras, lo básico. No era necesario volver, pues las pintadas se desvanecerían, debía cuidar nada más que no haya señales de infección.

—¿Qué está diciendo ahora?

—Bueno, él cree que tú y yo deberíamos cenar juntos.

—Ady, papá, ella es Caroline.

—Adeline, un placer— le dio la mano y César se subió a su madre.

—Es un placer conocerte.

—Papá, vámonos.

—Ven, César— lo llamó Charles.

—Bien, ¿cuál es tu secreto?

—El crédito no es mío, está en sus genes.

—Creo que eres muy modesto, él es increíble. Creo que has creado un buen hogar para César.

—Ese crédito es de mi hermana, ella se encargó de lograr el mejor hábitat para él.

—Pero... no permanecerá así mucho tiempo, pronto será un animal grande y poderoso. ¿Cómo ha estado?

—Bien, creo.

—Adoro a los chimpancés, también les tengo miedo y es correcto tenerles miedo.

—César jamás le haría daño a nadie, es feliz aquí.

—Se nota. ¿Podemos al menos darle un poco de espacio al aire libre?

La madre del mesíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora