capítulo 1

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Capítulo 1
Frida Valentine.

El aire vibra con el familiar olor a aserrín y a dulce de algodón. Cada paso que doy hacia el corazón del circo es una mezcla de nostalgia y resistencia; cada sonido de campana y risa de niño es un eco de un pasado que siempre parece demasiado cerca. No puedo evitar la sensación de que parte de mí nunca se fue de este lugar, como si mi sombra hubiera danzado entre las carpas incluso mientras mi cuerpo vagaba por los bulevares empedrados de París.
La sonrisa de mi padre, Marcus, es un faro que me llama a puerto, y corro a su encuentro con la emoción a flor de piel. Me recibe con los brazos abiertos, como si cada segundo le hubiera robado un poco de la vitalidad que lo caracteriza, solo para devolvérsela al verme. El establo de caballos me saluda con su familiar fragancia a paja y libertad; deslizo mis dedos por suave pelaje, cada caricia un susurro de bienvenida, mientras mis ojos se pierden en la profundidad de sus miradas nobles.
El orgullo en los ojos de mi padre es una medalla que nunca pedí pero que siempre he llevado. Mi regreso de París tiene el sabor de una victoria no anunciada, un secreto que se esconde detrás de mi sonrisa tensa.
──¿Cómo estuvo el viaje, Frida? ¿Qué tal se siente estar en Texas de nuevo? ──Su voz me arrastra de nuevo a la realidad, a la tierra bajo el gran toldo que siempre fue mi hogar.
Sonrío, una curva de labios que enmascara las corrientes subterráneas de mi inquietud.
──Maravilloso, y es bueno volver a casa. ──miento, mientras el fantasma de mi madre se balancea suavemente en las sombras de mi memoria. Ella, la reina del trapecio, cuya caída marcó el fin de una era de inocencia y desenfado, ahora no es más que un susurro suspendido en el aire cargado de la gran carpa.
Los empleados, mi otra familia, la familia del asfalto y la lona, me saludan con ternura, sus rostros surcados por las líneas del tiempo y la emoción. A sus ojos, soy la chica que creció jugando entre las cuerdas y las estrellas, la niña del circo que se transformó en mujer. Se sorprenden al ver cuánto he cambiado, y yo me sorprendo al darme cuenta de que, a pesar de todo, aquí es donde pertenezco.
Solo fueron dos años en Francia, dos años de idiomas y cafés, de libros y de una soledad compañera, pero esos años han sido mi rito de paso. Aunque con solo 21  años a cuestas, siento que he vivido mil vidas, todas ellas entre estos mismos actos y aplausos.
Cierro los ojos y respiro profundo, dejando que el aroma del circo se mezcle con el recuerdo de jazmines parisinos. Aquí estoy, de regreso en el escenario de mis días más puros y más amargos, lista para descubrir qué papel me tocará jugar en esta nueva función que comienza en esta tarde bajo el cielo de México.
──¿Frida? ──La voz de mi padre me llama en la distancia. ──. ¿Entramos?
Noto el trailer en la distancia, un trailer que ha sido mi casa por mucho tiempo, el sube las pequeñas escaleras y abre la puerta.
Asiento alejándome de la algarabía de mi recibimiento por mi familia, porque ellos aunque no tengan mi apellido, ni mi sangre; son mi familia.
Al abrir la puerta del trailer, una ola de recuerdos me envuelve tan cálidamente como la manta que me cobijaba las noches de invierno cuando era niña. El olor a madera vieja y café matutino aún persiste en el aire, transportándome de regreso a una época donde cada despertar era el preludio de un nuevo acto bajo la gran carpa.
Las paredes están forradas de fotografías en blanco y negro, secuencias congeladas de acrobacias y sonrisas suspendidas en el aire. Cada imagen es una página de la historia que se escribió en lo alto, al ritmo de los aplausos y la música orquestal. Allí está mi madre, con su mirada determinada y esa fuerza sin precedentes, volando sobre el público en su traje de lentejuelas, desafiando la gravedad y la creencia de que los humanos no pueden volar.
Mi padre me observa desde el otro extremo del trailer, sus ojos revelan un brillo humedecido por la nostalgia. Con un gesto tierno, me ofrece un lugar para sentarme y un vaso de zumo que acepto con una sonrisa.
──¿Cómo van las cosas en el circo? ──pregunto, descruzando las piernas mientras me apoyo en la mesa repleta de recuerdos.
──Es un éxito, todo un espectáculo. ──responde con entusiasmo, mientras sus manos arrugan ligeramente el mantel a cuadros. ──. Pero te hemos extrañado, Frida. Tu ausencia se siente en cada función, en cada saludo al público. Eres parte de este circo, tanto como de cada carpa y cada cuerda. 
Escuchar que me extrañan crea un torbellino de emociones dentro de mí. Me cuestiono si el legado de los trapecios y los vuelos audaces es el que debo continuar siguiendo, o si el mundo fuera de este trailer, fuera del aroma a palomitas y algodón de azúcar, tiene nuevos actos para mí.
Pero por ahora, me anclo en el presente, escuchando las historias de éxitos y nuevos talentos que han tomado el relevo. Y mientras mi padre detalla los logros del circo, sé que, en este pequeño rincón repleto de historia y pasión, siempre seré, ante todo, una trapecista, la hija de la gran voladora, un fragmento imborrable de esta carpa itinerante.
Los recuerdos se apretujaban en las esquinas de este lugar en el que había crecido, un espacio que había dejado atrás al buscar nuevos horizontes en París. Ahora, tras años de ausencia, estaba de regreso; de vuelta al principio de mi historia.
El sonido familiar de mis pasos sobre el suelo de madera hizo eco en las paredes cargadas de un pasado que casi había olvidado. Allí estaba mi padre, una sombra de su antiguo yo, sentado sobre el sofá de cuero desgastado que había sido testigo de tantas charlas familiares.
Mis ojos se detuvieron sobre la silla que sostenía los trajes de trapecista de mi madre, un nudo se instala en mi pecho.
──¿Por qué están afuera estos trajes? ──Las palabras salieron de mis labios antes de darme cuenta, mi voz temblaba ligeramente al verlos allí, expuestos como si fueran simples prendas y no tesoros cargados de historia.
Con dedos temblorosos toqué las lentejuelas, sintiendo cómo cada una me recordaba a mi madre y a la artista sin igual que fue.
──Andrea los ha estado usando. ──confesó mi padre con una voz plagada de dudas. Sentí la incomodidad crecer en mi pecho como una maleza.
¿Cómo pudiste? ──dije, sintiendo cómo el reproche llenaba la pequeña habitación. ──. Nadie debería usarlos. Son de mamá. Deberían quedar guardados en su honor.
Mi padre me miró, sus ojos reflejando el peso de su decisión.
──Frida, te fuiste. Elegiste otro camino y el circo… el circo no podía esperarte. Necesitamos a alguien en el trapecio y Andrea estaba dispuesta.
Me paré firme, sintiendo la ira hervir en mi interior.
──Esos trajes… le pertenecen a ella. Me pertenecen a mí. ¡A nadie más! ──grité, sin poder contener la sensación de traición que me ahogaba.
──Hija. ──comenzó él. ──. La vida sigue, incluso cuando uno de los actos principales se baja del escenario. El circo es más que un acto, es supervivencia, es familia, es…
──Es mi hogar. ──terminé por él, mientras las lágrimas se mezclaban con el maquillaje de mi memoria. Por un momento, la trapecista en mí quiso volar lejos de esa conmovedora tristeza, pero la adulta que me había convertido sabía que había llegado el momento de enfrentar la realidad de que el espectáculo, y la vida, deben continuar. Aunque eso significara dejar ir parte del pasado.
Salgo del trailer con un furia contenida, con miles de emociones instaladas en mi pecho, por donde camino hay frases de bienvenidas, acelero mi paso ignorando esas vocea conocidas que traen consigo miles de recuerdos de una infancia, feliz y nostálgica.
Ingreso a la carpa, los recuerdos me golpean con fuerza, siento Un remolino de emociones, me detengo al ver que Andrea está en el trapecio en medio de la inmensa carpa.
No podía creer lo que mis ojos veían. Allí, a lo alto del trapecio, giraba una figura que desafiaba la gravedad con la misma gracia y audacia que mi madre lo había hecho años atrás. Pero aquello no era un homenaje; era un robo, un sacrilegio. Con un puño apretado junto a mi vientre y el corazón palpitando furioso como un tambor de guerra, alcé la voz para que cortara el aire, tan fuerte y afilada como la cuchilla de un cuchillo de lanzador.
──Joaquín. ──clamé, cada sílaba tintineando como el cristal. ──. ¡Baja a Andrea del trapecio ahora!
La orquesta cesó como si alguien hubiera arrancado las cuerdas de sus instrumentos.  Los ojos de Andrea encontraron los míos con un destello de sorpresa y algo más, una chispa de temor que intentaba ocultar. La había visto antes, ese destello. Lo vi en sus ojos cuando era una niña que miraba desde lejos, anhelante y desesperada, nunca parte del acto, siempre a la sombra.
──¡Bájenla! ──Grito.
Puedo sentir la mirada intensa Joaquín en mi, dos años sin verlo y lamento tanto que sea en estas circunstancias.
──Bájala. ──Susurro, sus ojos marrones lleno de emoción por verme intentan conciliar pero al final asiente, tocan la campana, ella se sujeta de las cuerdas y baja su mirada para verme.
Con movimientos mecánicos, forzados por la tensión del momento, Joaquín manipuló las cuerdas, y Andrea comenzó un descenso que asemejaba la caída de una estrella fugaz, su brillantez opacada por la tormenta que yo había traído a la arena.
Cuando sus pies tocaron la tierra, el polvo alzó una pequeña nube a su alrededor. La miré con los ojos ardientes y la resolución férrea. Andrea estaba irreconocible; no por sus habilidades recién pulidas o por la confianza que irradiaba, sino por las vestimentas que envolvían su cuerpo: las mismas telas que mi madre había portado con orgullo, que ahora parecían un manto de traición sobre los hombros de otra.
──Andrea. ──mi voz se quebró como el hielo bajo el peso del invierno. ──. no solo has tomado mi lugar en esta carpa, sino que te has atrevido a adornarte con los trajes de mi madre, ¿en busca de qué? ¿Fama?
Los espectadores murmuraban entre ellos, inquietos. Andrea dio un paso adelante, algo temblorosa. Su sorpresa inicial se transformaba, metamorfoseándose en una mezcla de emoción y vergüenza.
──Frida, han pasado dos años. ──empezó, con una voz que luchaba por mantenerse firme. ──. No esperaba… Yo solo…
Palabras que colgaban incompletas en el aire, suspendidas en la tensión de nuestro encuentro. No necesitaba sus explicaciones ni sus disculpas; las acciones hablan más fuerte que cualquier palabra temblorosa. Y sus acciones habían hablado por la eternidad.
Cruce los brazos, manteniendo mi altura, incluso si por dentro, una parte de mí se retorcía y se quebraba.
──Nuestra historia no se lleva en las prendas, sino en el corazón. ──dije, firme. ──. Si has de brillar, Andrea, que sea por tu propia luz, no por la de aquellos que vinieron antes de ti. No te guindes del nombre de mi madre.


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