Capítulo 5
Frida Valentine
Un recuerdo.
La luz del amanecer se colaba perezosa por las persianas del tráiler, pintando rayas doradas sobre la mesa humilde donde papá y yo nos sentábamos a desayunar. Entre nosotros había un silencio espeso, de esos que se amasan con años y palabras no dichas. Mis ojos evitaban los suyos, concentrada en el acto de untar mantequilla en la tostada hasta que su voz quebró el silencio.
──Frida, ¿dónde estabas en la madrugada?
Su pregunta no cargaba reproche, pero aun así afilaba el aire. Depositando la tostada, respondí con la calma de quien ha contado la misma verdad más de una vez.
──Estaba con Kirbaj. ──Susurro, mi voz un murmullo suave pero firme. ──. No lo había visto desde que llegue.
Asiente.
──No ha estado muy colaborador, hace meses arañó a Eddie y se está mostrando agresivo.
Elevo mi mirada hacia él.
──Nos haría bien que… ──susurra.
──Lo haré.
No esperé a ver el reflejo de sus pensamientos en su rostro. Tomé mi teléfono y me levanté de la mesa con la decisión de quien deja atrás más que un desayuno a medio comer. Aún estaba molesta con él, por dejar que ella usará los trajes de mi madre trajes, trajes que olían a ella y a los recuerdos de mi madre volando bajo la carpa, como si pudiera tocar las estrellas con la punta de los dedos.
El aire del exterior llevaba en sus espaldas el eco de las voces del circo, el rugido de los animales y la algarabía de un día nuevo que empezaba. Los empleados se movían como un reloj bien aceitado, cada quien sumergido en su papel.
Atravesé la explanada, mis botas levantaban el polvo, marcando el ritmo de un corazón que aún latía fuerte por los recuerdos. El sonido de la risa y el metal contra metal me guió hacia la carpa principal. Ensayaban ya, las voces del director se entrelazaban con el chasquido de las cuerdas y el zumbido de las telas.
Me dejé caer en una de las gradas, el olor de la tierra removida y el sudor me envolvía en una nostalgia que me apretaba el pecho. Desde aquí, observaba cómo cada artista bailaba con el peligro, en un tango eterno de precisión y pasión. Una carcajada se me escapó, amplia y franca, mientras mi memoria se llenaba de imágenes de una niña con dos coletas intentando mantener el equilibrio sobre una barra de madera. Fue entonces, bajo la tutela de mi padre y los ojos atentos de mi madre, cuando me convertí en la niña del trapecio, antes de ser simplemente Frida.
Así empezó todo, aquí, en este mundo de sueños suspendidos, donde cada aliento es un acto de fe, y cada paso una danza con el infinito.
Desde niña, mi vida había girado alrededor del zumbido de las cuerdas y el olor a aserrín del circo. Nací entre siluetas que se contorsionaban y payasos con sonrisas pintadas en el alma. La melodía de un órgano antiguo era mi nana, y la luz que se filtraba a través de la lona de la carpa, mi despertador. No conocía un mundo más allá de esos pliegues de tela y sueños; no entendía la vida sin el retumbar de los tambores anunciando una hazaña más, sin ese segundo de silencio previo al aplauso.
Pero algo en mi interior ansiaba ver más. ¿Cómo sería el mundo más allá de las estacas y las cuerdas que sostenían mi universo? Así, más por inquietud que por rebeldía, decidí marcharme al cumplir la mayoría de edad. Busqué esa posibilidad infinita que prometían las luces de la ciudad, el conocimiento que se acumula en las aulas y no en la pista.
Estudié, exploré, viví… pero las raíces, aunque invisibles, jamás me soltaron del todo. Pasaron dos años, dos años de ausencia, de llenar el vacío con millones de respiraciones fuera del ritmo del redoblante. Y entonces, inevitable y dulce, la vida me llevó de vuelta al punto de partida.
Aquí estoy, en el epicentro de un pasado que jamás dejó de llamarme. La nostalgia me abrazaba y susurraba recuerdos de mi madre en cada rincón de la carpa.
El circo es mi hogar, y la altura, mi refugio. Aceptar esto me costó lágrimas, sudor y la sonrisa permanente de una madre que vivió para volar y murió haciéndolo. Pero ahora sé que cada giro en el aire, cada salto temerario es un tributo a su memoria, un acto de amor de una hija a una madre que nunca dejó de inspirarla.
Mi pasado, mi dolor, los dejé abajo, en la tierra, cada vez que ascendía. Y allá arriba, me encontraba con la esencia de todo lo que alguna vez fuimos y seguimos siendo, una familia unida por el ruido de un aplauso, por la magia de hacer lo imposible, posible. Aquí, en el corazón palpitante bajo la lona, es donde pertenezco. Aquí, donde cada noche, vuelo un poco más cerca de las estrellas.
Sentada en las gradas, veía cómo cada acto se desgranaba, personajes en busca de la perfección efímera que exige el público cada noche. Perdida en mi observación, apenas noté la figura de Joaquín acercándose, hasta que su presencia cambió el aire a mi lado.
Se sentó con esa familiaridad que viene de compartir toda una vida en este microcosmos ambulante de sueños y lona.
──Te extrañé. ──Susurro suave pero cargado de una sinceridad simple, directa.
No pude evitar la sonrisa que me dibujaba la cara, amplia y genuina, reflejo del cariño profundo y cómplice que se crea solo bajo circunstancias tan únicas como las nuestras. Joaquín, hijo de malabaristas, siempre había sido más que un amigo; era parte de mí, otra pieza del rompecabezas que es nuestra familia circense.
──¿Cómo estuvo París? ──preguntó, la curiosidad iluminando su voz.
──Romántico, ajeno y liberador. ──contesté, las palabras flotando entre nosotros, cargadas de todas las experiencias que había recolectado como una viajera sedienta de vida más allá de la carpa.
Él sonrió, con ese toque de ironía que a menudo acompañaba nuestras charlas y juntos, en silencio, nos perdimos en la observación de Andrea, contorsionándose en la distancia, definiendo el espacio con su cuerpo como si fuera de goma.
──No sabía que esos trajes eran de tu mamá. ──dijo después de un rato, pasando a un tema que, sin duda, era un terreno más delicado.
Las palabras se quedaron en suspenso, colgando en el aire mientras una nota de incomodidad se cernía sobre nosotros. Decidí no hablar; ciertas heridas aún estaban frescas, y algunas disculpas, aunque necesarias, a veces no encontraban el momento justo para ser dichas.
Sentía esa gran necesidad de subirme a las cuerdas, de olvidar la gravedad y dejarme llevar por el llamado del trapecio que tantas veces había sido mi santuario. Extrañaba la libertad, extrañaba el vuelo que en el aire se siente eterno.
──Voy a ver a Kirbaj. ──anuncié, poniéndome de pie con la seguridad de un viejo ritual.
Él me siguió, como queriendo compartir el peso de la incertidumbre que flotaba con cada espectro ausente, con cada trapecio que parecía susurrar mi nombre. La plaza de los leones se abrió ante nosotros, llena de sombras y gruñidos suaves que superaban el estruendo del trabajo en la carpa.
──Está de mal humor y desobediente últimamente. Te ha extrañado, Fri. ──comenta, desentrañando entre sus palabras y sonrisas la convicción de que hasta los reyes de la jungla anhelaban la reverencia de su princesa.
Sonreí apenas, entre burlona y complacida.
──Anoche me vio y se portó bien.
A medida que nos adentrábamos, los rugidos se volvían una sinfonía poderosa, acariciando la piel con la promesa de lo indómito. La ceremonia de la presencia de Kirbaj, sin embargo, rompía el latir de la manada. En cuanto sus ojos se encontraron con los míos, su imponente figura se alzó con el poderío de un rey. Me sentí en casa. Dejé que me olfateara, como para recordar quién era yo en su reino, y él, sin la menor duda, me confirmó con su lengua su aceptación.
El recuerdo del hombre amanecido en la jaula del león vino a mí, casi como un sol que asoma entre las nubes. Su mirada intensa, su porte masculino y fuerte, se filtró en los recovecos de mi mente, tejiendo lazos que ahora enrojecían mis mejillas. Aquella noche había sido un cúmulo de emociones, donde lo peligroso obtenía una perspectiva completamente nueva. Y Kirbaj, como entonces, acallaba con un simple gesto toda duda, todo temor.
Al final, entre el rugir apaciguado de los felinos reales y la danza constante del circo, sentí que mi mundo, por un fugaz instante, se detenía. Y en la quietud de esa pausa, volví a reconocer en Kirbaj y en el eco de aquel hombre, algo más que lo que siempre había sido. Algo, tal vez, que merecía ser explorado.
──¿Con que están alimentando a Kirbaj? ──Inquiero.
──Con cabras. Es lo que tengo entendido. ──Musita, me adentro a la jaula y paseo mis manos por su melena, es un enorme gato que busca cariño. ──. Ten cuidado.
Kirbaj gira su enorme cabeza hacia donde se encuentra Joaquín y ruge haciendo que esté salte de miedo.
──Tranquilo. ──Siseo, acariciando el pelaje de Kirbaj.
──No se cómo no le tienes miedo.
Observo al gran león, acaricio su pelaje sin invadir por completo su espacio, él es quien manda, él decide que tanto puedo acercarme.
──No le tengo miedo, le tengo respeto. Son cosas muy distintas. Kirbaj llegó a mis brazos cuando era un bebé, su madre murió en el parto, y me tocó darle leche en biberón y cuidarlo. ──Recito recordando todo. ──. He estado allí en todo momento, nunca me impuse como si él debería tenerme respeto a mi, al contrario, era yo lo que le debía respeto a él por su inmensidad, ese es el problema. No lo respetan y quieren hacer aún lado su grandeza. Lo mismo debería aplicar en la vida.
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Circus
RomanceFrida nunca conoció otro hogar que no fuera el circo. Creció entre trapecistas y magos, donde lo imposible se hace realidad cada noche. Pero durante una velada de ensueño en Texas, la realidad irrumpe en forma de un desconocido misterioso y persegui...