capítulo 6

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Capítulo 6
Benjamín Hack
Una función.



La puerta de la oficina se cerró con un clic sordo detrás de mí, sello final de otra jornada devoradora en la empresa petrolera. Los ecos de las discusiones técnicas y la presión de los plazos finales desaparecían lentamente de mi mente, pero se aferraban con la obstinación de una migraña que se negaba a ser ignorada. Con cada paso hacia mi auto, sentía cómo el peso del día me oprimía los hombros con el rigor de un yugo invisible.
Arranqué el motor y la radio cobró vida por un momento, pero enseguida la apagué, anhelando el silencio. Mi cuerpo pedía una ducha caliente y el abrazo de las sábanas, pero al mismo tiempo, la mera idea de encerrarme en mi apartamento me resultaba sofocante. A medida que dejaba atrás el edificio industrial, con sus luces blancas demasiado brillantes, mi mirada se desviaba, casi sin querer, hacia el resplandor de lo que podría ser otro mundo.
Allí estaba, el circo, con su algazara de luces titilantes y colores vibrantes que contrastaban con el cielo nocturno. Había algo hipnótico en esa fachada de fantasía que se erguía cada noche, en medio del asfalto y las oficinas grises, un exótico santuario de alegría improvisado. Cada noche, en mi camino a casa, lo veía, pero esta noche la inercia que me llevaba directo a mi solitario rincón citadino se quebró.
Tal vez fue el persistente martilleo dentro de mi cráneo, o el deseo implacable de escapar de la rutina; sin previo aviso, mi mano se deslizó hacia la señal de giro. El intermitente comenzó a parpadear, marcando el ritmo de una decisión impulsiva. Con cada destello, me alejaba de mi trayectoria habitual, hasta que encontré el camino que conducía al estacionamiento del circo, gravitando hacia él como si una fuerza misteriosa guiará mi vehículo.
Me estacioné entre risas y algarabía distantes. No perdí tiempo en bajar, siguiendo el sonido de la música, los aplausos, los chillidos emocionados de los niños que corrían para admirar con asombro a las criaturas de otro mundo en sus corrales. El aire estaba cargado con el aroma dulzón de la cotufa y las conversaciones burbujeantes de una multitud que sabía cómo disfrutar de la vida de una manera que me había parecido ajena durante tanto tiempo.

Me acerqué con paso indeciso a la entrada principal, donde una fila de personas esperaba comprar sus tickets. Por un momento, la duda floreció en mi pecho. Las miradas se volcaban sobre mí, recorriéndome de pies a cabeza, marcando la disparidad de mi traje formal con el ambiente casual y despreocupado del lugar. Estaba fuera de lugar entre el mar de jeans y camisetas coloridas; un pez de cemento y acero en un océano de luz y risa. Sin embargo, algo dentro de mí, quizás la parte que anhelaba romper con la monotonía de las cifras y los contratos, me impulsó a quedarme y enfrentar esas miradas no con la arrogancia del empresario, sino con la curiosidad del que busca entender un mundo diferente al suyo.
Mientras me encontraba en la cola, el abrigo comenzó a sentirse como una barrera, una capa más de la formalidad desde la que ansiaba escapar. Con gestos deliberados, me despojé de él, dejando al descubierto la tela que contenía mis día a día, mi mundo de decisiones y pesos innecesarios. El abrigo se convirtió en un lastre en mis brazos, y al encontrar un lugar para depositarlo momentáneamente, me quedé allí de pie, con una extraña sensación de vulnerabilidad y a la vez liberación.
Mis ojos se perdían en los movimientos de la gente, en el oleaje humano de la fila, cuando un brillo en la distancia capturó mi atención. Destellos que eran como señales de un faro en la bruma de mi mente fatigada. Eran lentejuelas, pero no solo eso. Ellas vestían a ella, la figura que una vez me había sacado del abismo del pavor, el recuerdo vivido de un día donde el caos del instinto puro estuvo a punto de consumirme.
Con cada paso que daba fuera de la cola, me acercaba a esa visión, a esa rubia que había desafiado la furia de un león con una calma que aún resonaba en mis tímpanos. Los niños a su alrededor eran un mar de entusiasmo y voces agudas, en la orilla de la diversión incontenida mientras ella, como una isla de serenidad, los guiaba en el descubrimiento de criaturas mucho más amables y peludas que un rey de la selva. Era un conejo lo que ahora sostenía en sus manos, su pelaje espeso y suave un centro de fascinación para las pequeñas manos ansiosas de acariciar.
Mi voz se perdió en mi garganta, los saludos se desintegraban antes de nacer, mientras mi mirada se entrelazaba con la suya. Su rostro era una manifestación de la belleza más pura, como esculpido en la porcelana de tiempos idílicos, inalcanzable y, sin embargo, allí ante mí. Su presencia era el silencio entre notas de una melodía, el espacio que te deja sin aliento por la intensidad de lo que sientes.
Fue entonces cuando su mirada se elevó, y aquellos ojos, grandes y azules como dos cielos personales, se posaron sobre mí. Ella no era una construcción de mi mente cansada. Ella era real. Tan real como las palpitaciones en mi sien y la fascinación que me anclaba al suelo.
──Hola… ──susurro.
Con la gracia que parecía serle natural, soltó al conejo, lo entregó a su compañero y respondió a mi saludo. La simpleza del gesto, el hola que ahora flotaba entre nosotros, era el puente sobre un abismo de incertidumbres y el inicio de algo que, yo lo sentía, apenas comenzaba a definirse.
──¿Viniste a ser la cena de Kirbaj? ──Inquiere, no puedo dejar de mirarla, es irreal.
──No, gracias. ──suelto provocando que ría.
No había caído en cuenta del espacio entre nosotros hasta que ella dio el primer paso para cerrarlo. La rubia salió del pequeño corral donde los niños se aglomeraban, dejando atrás la inocencia de sus sonrisas y la blandura del pelaje del conejo para enfrentar la realidad más cruda, la de dos desconocidos envueltos en el ruido festivo del circo.
Ella se acercó a mí con un andar que parecía tejer el aire en una danza silenciosa, una coreografía que la naturaleza reservaba para los momentos que preceden a lo inolvidable. Extendió su mano hacia mí y la luz de las bombillas del circo centelleaba en sus ojos claros.
──Frida. ──Dijo, y en la simplicidad de su presentación, sentí la complejidad de una persona que había entrado en mi vida con la fuerza de un presagio.
──Benjamín. ── respondí y, durante el segundo en que nuestras manos se mantuvieron unidas, tuve la sensación de que múltiples posibilidades se desplegaban ante mí, narrativas alternas que hasta entonces solo habían dormido en mi imaginación.
──¿Y qué te trae al circo, Benjamín? ──Sus labios pronunciaron mi nombre con una melodía que aún no conocía, pero que deseaba escuchar una y otra vez.
──Esta madrugada, cuando me salvaste de convertirme en una estadística en la dieta de un león, todo lo que pude decirte fue ‘gracias’. Se sintió insuficiente, como dejar una deuda colgando en el aire.
La confesión había escapado, y con ella, mis intenciones. Mi mirada buscó la suya, buscando algún atisbo de parecerle demasiado atrevido o inadecuado. Pero allí estaba ella, Frida, la salvadora entre la multitud y las marquesinas, escuchándome.
──Quería ofrecerte algo más que palabrería. ¿Te gustaría cenar conmigo? ──La proposición colgaba delicadamente entre nosotros, como el trapecista que se suspende en el vacío, confiando plenamente en que las manos que lo esperan no lo dejarán caer.

El aire se había cargado con una nueva energía, palpable y vibrante, esperando la respuesta que sellaría el momento. Y allí permanecimos, dos figuras recortadas contra el lienzo de un circo que, por un instante, dejo de girar a nuestro alrededor.
Era evidente que mi propuesta de cena había encontrado un obstáculo en las reglas no escritas de la vida de Frida, de ese mundo entre bambalinas que yo apenas empezaba a entender. Una leve arruga se formó en su frente mientras sus labios, que esbozaban una sonrisa, se fruncían levemente.
──Lamentablemente, los del circo no podemos darnos el lujo de salir a cenar. ──confesó con una sinceridad que me conmovió. ──. Estoy trabajando justo ahora.
La idea de ella siendo parte de la tela tejida de las vidas que se entrecruzan en este carrusel de artistas y criaturas me hizo reconsiderar la situación.
──¿No puedes escaparte solo un rato? ──pregunté, sintiendo la esperanza deslizarse entre mis dedos.
La negativa vino adornada con una sonrisa que no lograba ocultar una suerte de disculpa.
──El que yo me escape es como que Kirbaj no aparezca. ──dijo, refiriéndose al evidente pilar del espectáculo. ──. van a darse cuenta, créeme. Pero gracias por la invitación. ──concluyó, y aunque sus palabras me frenaban, su sonrisa me instaba a no abandonar.
Persistí, y tras un segundo intento fallido, su negativa siguió siendo firme pero amable. Fue entonces cuando la música dio comienzo, un recordatorio inminente de sus responsabilidades. Ante la urgencia del momento, cambie de estrategia.
──¿Qué tal desayunar juntos entonces? ──propuse. Vi sus ojos considerarlo, un destello de posibilidad. Quise agregar algo más, algo que pusiera esa posibilidad en firme, así que saqué una tarjeta de presentación donde mi número brillaba bajo la luz intermitente. ──. Llámame y cuadramos. ──dije al tiempo que la estiraba hacia ella, leyendo el asentimiento en su mirada ansiosa.
──Debo irme. ──me apuró y, tomando la tarjeta, me prometió, ──. te llamaré. ── antes de esfumarse entre bambalinas.

Me quedé paralizado, viéndola desaparecer, sintiendo cómo el ciclo normal de mi respiración se había alterado por su presencia. Y entonces, como una descarga eléctrica que recorría la arena, los aplausos y los gritos inundaron el aire. Era el mundo de ella  que continuaba girando, y yo, un espectador a la vera, esperando por una llamada que uniría nuestros mundos de nuevo.




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