capítulo 3

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Capítulo 3
Frida Valentine
Kirbaj.

El sol empezaba a salir en el lejano cielo, apenas iluminando el intrincado laberinto de carpas y vagones que formaban el esqueleto dormido del circo. Mis pasos eran silenciosos, casi respetuosos, mientras me adentraba más y más en el lugar que alguna vez fue mi hogar. La hierba, húmeda por el rocío, se adhería a mis zapatos, y cada paso parecía romper un silencio sagrado.
No había vuelto al circo desde que partí hacia París hace dos años. Las luces de la ciudad, los cafés y los lienzos llenos de colores vibrantes que creé allá no lograban llenar el espacio que dejó el rugido de las fieras y el dulce aroma del algodón de azúcar que se quedó impregnado en mi memoria.
El sonido súbito de un gruñido profundo me sacó de mi ensoñación. Los leones. Cómo los había extrañado. A Kirbaj en particular. Llegó cuando yo tenía apenas doce años y de inmediato sentí una conexión indescriptible con aquel majestuoso felino. Recuerdo las largas horas que pasé junto a mi padre, observándolo, aprendiendo sus movimientos, sus miedos, sus deseos, hasta que un día, bajo el fulgor de los reflectores, bailamos juntos en la arena, en una demostración de confianza y entendimiento más allá de las palabras.
Arropada en mis recuerdos, me deslicé entre sombras hasta llegar a las jaulas. Los leones estaban inquietos; sentía su tensión flotando en el aire, un manto pesado e inconfundible. No estaban reaccionando a mi presencia. Algo, o alguien más, estaba invadiendo su santuario nocturno. Sus rugidos, fuertes y desafiantes, me llamaban y repelían a la vez, pero a pesar del miedo que comenzaba a anidar en mi pecho, la urgencia de ver a Kirbaj, de asegurarme de que estuviera a salvo, era más fuerte.
Me acerqué a la jaula con cautela, el corazón latiendo en un frenesí. La lona que cubría el espacio entre mi mundo y el suyo era una barrera tan frágil como el ala de una mariposa. Pronto, estaría frente a frente con él, y entonces todas mis dudas se disiparían. O eso esperaba.
──Kirbaj. ──susurré, una oración en la noche, esperando a ver los ojos que conocí de cachorro, esos ojos que no habrían olvidado a la niña que fui, que aún soy, en lo más profundo de mi ser.

Y entonces, entre las sombras que danzaban al capricho de la madrugada, vi algo más; un destello de movimiento, una figura que no pertenecía a ese lugar. Kirbaj y los suyos habían pronunciado su juicio. Cualquiera que fuera el intruso, habría de descubrir que el circo, incluso en el silencio de la madrugada, tenía sus propios guardianes. La oscuridad era cómoda, familiar, pero una anomalía se cernía en el aire. Un traje gris, desenfocado por la penumbra, y una mano laxa sobre la tierra. El hedor a licor perforaba la atmósfera de encantamiento circense.
Kirbaj, la magnífica criatura que había ayudado a criar, se movía con una gracia peligrosa. Su cuerpo, musculoso y tenso, presagiaba violencia; acechaba, tan cercano a su presa que podía saborear su miedo. No necesitaba ver su rostro para saber que estaba dispuesto a saltar, a castigar al intruso que había perturbado nuestra pactada tranquilidad.
Al verme entrar en su terreno, Kirbaj se detuvo, su instinto asesino interrumpido por un reconocimiento más profundo.
──Kirbaj. ──dije, y mi voz pareció llegarle como una caricia. Las bestias recuerdan, y en su mirada pude ver al cachorro que una vez fue, jugando entre mis brazos.
Se acercó, enormes patas levantando apenas la tierra. Me olfateó cauteloso y, al hacerlo, los años de separación cayeron entre nosotros como un velo desgarrado por garras afiladas. Con un ladrido que era parte ronroneo, parte alivio, Kirbaj se lanzó sobre mí, colapsando mi equilibrio pero no mi espíritu. Caí al suelo entre risas, sus bigotes cosquilleando mi cuello, su peso una presión bondadosa que había añorado más de lo que sabía.
Pero la realidad no tardó en volver a hacerse presente. El quejido del hombre en el traje gris me devolvió al presente. Kirbaj se giró, listo para defender, para atacar, pero mi mano en su pelaje le rogaba calma.
──Espera. ──ordené sutilmente, recordándole nuestros días de entrenamiento, cuando una palabra mía era la línea que separaba su naturaleza de su alma entrenada.
El traje del hombre contaba historias de fiestas y fachadas, de una riqueza que se desvanecía en la presencia de lo auténtico y salvaje. El licor había rebajado su dignidad, dejándole vulnerable a leyes no escritas que gobernaban este mundo de lona y estrellas.

──Tranquilo, Kirbaj. ──repetí, encontrando en sus ojos el entendimiento que habíamos forjado juntos. Mi caída, ahora, parecía un acto de comunión más que un accidente. Y mientras el león reposaba su cabeza contra mi pecho.
En esa jaula, mientras el amanecer comenzaba a despejar las sombras, supe que no solo había regresado al circo, sino que había regresado a una parte esencial de mí misma. 
Respiré hondo y me sumergí en la oscuridad, sintiendo el peso firme del pequeño cuchillo para cortar la carne que permanecía colgado de la reja. Con movimientos precisos, deslicé la hoja y arranqué un pedazo jugoso del costillar que siempre guardaban para apaciguar a las fieras.
──Aquí, Kirbaj. ──llamé suavemente, lanzando la carnada hacia el rincón opuesto de su presencia amenazadora.
Kirbaj se volteó, sus ojos centelleantes en la débil luz, cayendo inmediatamente bajo el hechizo de su instinto más básico. Masticó la carne con ferocidad, su figura poderosa iluminada por la tenue luz que colaba a través de la lona desgastada.
Con el león temporalmente distraído, busqué a tientas una cubeta y la llené con agua fría de la pileta que usaban para limpiar los utensilios de los animales. la realidad frente a la tensión que zumbaba en el aire como un cable de alta tensión a punto de estallar.
Regresé a la jaula, los pasos cuidadosos para no alertar más a Kirbaj que, acabada la carne, olisqueaba el aire en busca de más. El hombre en el suelo estaba inmóvil, un muñeco de trapo en un escenario demasiado real. Con un movimiento rápido y decidido, lancé el agua de la cubeta sobre su rostro.
Los párpados del hombre se abrieron con un sobresalto. Sus ojos, oscuros y desenfocados, me miraron con una mezcla de confusión y terror inaudito. Pude ver cómo su mirada luchaba por asimilar la realidad de su situación, cómo su cuerpo comenzaba a tensarse para huir. Detrás de mí, Kirbaj soltó un rugido que vibró en mi pecho, soltando el hueso, su enfoque otra vez en la presa más grande.
──Mírame a mí. ──le instruí al desconocido, mi tono tan firme y tranquilo que incluso yo me sorprendí. ──. No al león. A mí.
No pude evitar notar lo atractivo que era a pesar de las circunstancias. Quizás tendría unos treinta años, cabello oscuro que le caía en desorden sobre la frente, unos ojos que, aunque nublados por el pánico, eran magnéticos e intensos. Su rostro, incluso con el miedo tallado en cada línea, tenía perfectos rasgos que en otro momento habrían sido capaces de robarme el aliento.

──Nos va a comer a los dos. ──balbuceó, su voz rasgada por el pánico.
No pude evitar una sonrisa breve y divertida.
──No a ambos, solo a ti. ──repliqué con un brillo de humor sombrío que no alcanzaba a ocultar la tensión que corría por mis venas. ──. A menos que hagas exactamente lo que te diga.
Levanté una mano para calmar a Kirbaj, que se estaba poniendo de pie, sus músculos ondulaban bajo la piel como las olas de un oscuro y peligroso océano. Me acerqué al león y pasé mis dedos por su pelaje, cada hebra una conexión viva entre nosotros, un recordatorio de los cientos de horas que había pasado enseñándole que yo era de confianza.
──Quédate tranquilo. ──musité a Kirbaj, y mi voz llevó el peso de nuestra historia juntos. El animal me miró y, por un segundo eterno, el mundo se redujo a la comprensión mutua entre especies.
──Lentamente. ──le indiqué al hombre, manteniendo mi tono bajo y mi mirada en sus ojos oscuros y atemorizados. ──. Levántate, pero mantén tu atención en mí. No hagas movimientos bruscos.
El hombre asintió, siguiendo mis instrucciones mientras Kirbaj seguía mi mano con su vista, el vínculo entre nosotros suprimiendo su impulso de atacar al intruso. En el silencio tenso que siguió, el hombre se puso de pie, le señale la reja y muy lentamente empezó a moverse mientras mi león se mantenía entretenido con mi mano, finalmente salió y el sonido de la reja llamó la atención de Kirbaj, gruño con fuerza pero lo mantuve calmado un rato, salí al dejarlo jugando con el hueso.
Sentí el peso de la mirada del hombre sobre mí, sus ojos llenos de pánico buscando respuestas en los míos.
──¿Fue una apuesta?  ──pregunté con cautela
──No recuerdo nada. ──dijo, su voz temblorosa por la incertidumbre. Su confusión era palpable. Me era evidente que el licor había nublado sus sentidos por completo.
──Quizás deberías tener más cuidado la próxima vez que decidas tomar. ── sugerí con firmeza. ──. No siempre estaré cerca para evitar que te conviertas en el bocadillo de Kirbaj. ──Con esa advertencia aún resonando en el aire, observé atentamente sus reacciones, preguntándome si mis palabras habían penetrado su desconcierto.
──¿Tú evitaste que me comiera?
──Si. ──Lo leones rugen. Siseo tratando de calmarlos, un olor que no es familiar invade su espacio. ──. Estás invadiendo propiedad privada. Deberías irte.
Eleva sus cejas. Sacude su saco lleno de paja, frota su rostro para intentando alejar la resaca que evidentemente no se marchará así. No puedo evitar mirarlo, y recorrerlo.
Es muy atractivo.
──Ese León casi me come. ──Murmuro fijando su mirada en Kirbaj.
──Lo sé. ¿Sigues borracho? ──Inquiero. Saca su teléfono del bolsillo de su saco.
El sol comienza a inundar el lugar, ya los encargados de los animales deben venir para darles de comer, y revisarlos.
──Tienes que irte. Si te ven aquí te sacarán a la fuerza.
──¿Y porque harían eso?
──Porque no perteneces aquí. Ya te salve, vete.
Me recorre con su mirada, no voy a negar que me intimida, y que me hace sentir pequeña.
Marca un número en su teléfono, y más que hablar con alguien, ordena. Es ese tipo de hombres que está acostumbrado a que lo obedezcan. Hombres como él, son detestables.
Me resulta imposible apartar la mirada de él; cada movimiento confiado y la opulencia que desprende de su ser delatan su posición privilegiada. Aunque su porte se ve ensombrecido por el efecto del licor, no puedo evitar reconocer la huella del prestigio que parece marcar su vida. Llega un  hombre al cabo de un par de minutos, se detiene de golpe al notar las jaulas con los leones.
──Señor. ──Me encuentro intrigada, notando que le resulta familiar. ──. Lo he estado buscando.
──Buscaste tan bien que casi termino siendo el desayuno de un león. ──El hombre eleva sus cejas y me observa sorprendido. ──. Vámonos. ──gira su cuerpo hacia mí ──. Gracias. ──se marcha con aquel que lo acompañó, dejándome allí, inmóvil, observándolo detenidamente.
Es muy guapo.

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