capítulo 9

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Capítulo 9
Frida Valentine

La función ha terminado. Camino entre los restos de la noche, observando cómo todos a mi alrededor empiezan a recoger. Veo caras cansadas despojándose de sus trajes y quitándose el maquillaje, como si con cada gesto dejaran atrás los personajes que acaban de interpretar. Sin apuro, me adentro en la carpa, que ahora se siente más grande, más vacía. Casi todos se han ido ya, sus voces se escuchan distantes, como ecos de una vida que no me pertenece.
Me siento en medio de la lona, donde antes el espectáculo cobraba vida y ahora solo queda el silencio. Cierro los ojos, intentando encontrar un poco de paz en este vacío. En mi mente, vienen a mí imágenes de mi mamá, recuerdos lejanos pero vívidos de cómo volaba por los aires con una gracia que siempre me pareció inalcanzable. La veo sonreír, veo su cabello flotando mientras se desliza de un trapecio a otro, y siento un nudo en la garganta al recordar su risa, esa melodía perdida en el tiempo.
Un leve sonido me saca de mis pensamientos. Abro los ojos y ahí está, frente a mí, el trapecio. No solo un recuerdo, sino un fantasma tangible de lo que fue y lo que ya no es. Volteo mi rostro, buscando el origen de ese sonido que rompió el silencio, y lo veo a él, mi padre, parado en una esquina de la carpa, mirándome con esos ojos que guardan tantas historias como tristezas.
──Inténtalo. ──dice con una voz que es tanto un desafío como una invitación.
Por un momento, me quedo inmóvil, sopesando sus palabras. Inténtalo. Dos palabras simples, pero que en ese momento parecen pesar más que todo el universo. ¿Inténtalo? ¿Seguir el legado de acrobacias y vuelos que mi madre dejó? ¿O simplemente levantarme y enfrentar este vacío que me rodea?
Respiro hondo, sintiendo cómo el aire frío de la noche llena mis pulmones. Miro nuevamente hacia el columpio, ese símbolo de tanto más que una simple actuación. Miro hacia donde está mi padre, buscando en sus ojos algo de la fuerza que necesito para levantarme.
──Inténtalo. ──repite con suavidad, como si comprendiera el torbellino de emociones que esas dos palabras han desatado en mí.
Así, en medio de la carpa vacía, con el eco de una vida de espectáculos resonando en la distancia, me levanto. 
Subo al trapecio, el mismo que una vez fue el reino de mi madre, donde ella reinaba con gracejo y destreza sobre el asombro de todos. Ahora, tan solo soy yo, intentando encontrar mi lugar en este mundo suspendido. Mi padre se acerca con el arnés en mano, un gesto tan familiar que casi puedo cerrar los ojos y sentirme de nuevo como esa niña que observaba, embelesada, cada movimiento de mi madre en el aire.
──Estaré al pendiente de todo. ──me asegura mientras ajusta el arnés alrededor de mi cuerpo. ──. Solo inténtalo. ──añade. Sus palabras llevan un peso de tranquilidad, una promesa no dicha de que, pase lo que pase, él estará ahí para sostenerme. Asiento, no tanto en acuerdo como en aceptación de este desafío que me he impuesto a mí misma.
Coloco mis manos sobre las finas cadenas, sintiendo su fría metalicidad. Me aseguro de que todo esté estable antes de dar la señal a mi padre. Con un gesto, él comienza a subirme, solo un metro, una distancia prudente para alguien que está redescubriendo su lugar en el aire.
Comienzo a columpiarme ligeramente, sintiendo cómo el mundo cambia de perspectiva con cada movimiento. Me sujeto fuerte; aunque no es la primera vez que estoy aquí, cada vuelo se siente como un nuevo descubrimiento. Y, en ese momento, comprendo que esto es como montar en bicicleta: una vez que aprendes, nunca lo olvidas.
Los recuerdos empiezan a inundarme, imágenes de mi madre volando, de mi infancia llena de risas y aplausos, de un tiempo en que el mundo parecía un lugar más simple, más mágico. Y de repente, me siento feliz. No es solo nostalgia; es una felicidad verdadera, el regocijo de quien se reencuentra con una parte perdida de sí misma.
Mientas me balanceo allí, suspendida entre el cielo y la tierra, algo se acomoda dentro de mí. Es como si, al volver a este lugar, al subirme nuevamente al columpio, estuviera no solo honrando la memoria de mi madre sino también redescubriéndome. Siento cómo la confianza se filtra poco a poco en mis venas, un recordatorio de que este lugar, este acto de volar, también me pertenece.
Y mientras el aire se enreda en mi cabello y la risa bulle en mi garganta, me doy cuenta de que esto no es solo un intento. Es un regreso a casa, un regreso a mí misma, a través de los cables y las alturas que una vez definieron mi mundo. En este instante, suspendida en el aire, me siento completamente, indiscutiblemente, viva.
Ahí estoy, en lo alto, sobre el trapecio, y de alguna manera, todo parece cobrar sentido. Después de unos momentos de balanceo, siento que he recuperado mi confianza, esa vieja amistad entre el aire y yo. Así que le grito a mi padre que me suba más. Y él, sin dudar, acciona el mecanismo para elevarme. El aire fresco me golpea la cara, y por un segundo, todo lo demás desaparece.
Una vez más alto, con un movimiento decidido, me bajo del trapecio y me quedo suspendida de las manos, las piernas me cuelgan libremente. Desde niña, este ha sido mi elemento, mi espacio seguro. Papá me enseñó todo lo que sé, y bajo su tutela, he aprendido a moverme con agilidad y precisión. En momentos como este, siento verdadera pasión. Es más que amor por el trapecio; es una parte de quién soy.
Con la confianza en alza, me impulso hacia arriba y realizo una parada de manos en el aire. Abajo, puedo oír a mi padre aplaudiéndome. El sonido de sus palmas resuena en la carpa vacía, dándome fuerzas. Mis manos, sin embargo, empiezan a temblar bajo el esfuerzo; cambio rápidamente de posición, dándome cuenta de que aún me falta. Estoy, de cierta manera, oxidada. Vuelvo a la conciencia de que necesito empezar a hacer ejercicios de fuerza para prolongar estos momentos arriba, para afianzar mi presencia en el aire. Mis brazos deben estar fuertes.
Finalmente, con un último impulso, desciendo hasta que el trapecio rozar la lona. Papá se acerca para quitarme el arnés. Sus ojos brillan es como si la vida volviese a tener un sentido para el.
──Lo hiciste increíble, estoy maravillado, Frida. ──su abrazo lleno de efusividad me embarga. ──. Tienes que fortalecer los brazos. ──dijo, con una voz firme pero llena de una esperanza que parecía recién cosechada. ──Es hora de empezar con las pesas.
Sonreí, sintiendo un calor reconfortante en el pecho.
──Lo haré. ──le aseguré, y no era solo por apaciguar sus miedos. Era una promesa a mí misma, un pequeño paso hacia donde alguna vez fui feliz. Acaricié su rostro, permitiéndome absorber la ternura de su mirada, ese vínculo inquebrantable que el tiempo ni la distancia habían logrado evaporar.
──Ve a descansar. ──sugerí con suavidad. Asintió, su sonrisa era un faro en la penumbra, y luego se alejó, dejándome soleada en la vastedad de la carpa. Mis ojos recorrieron las sillas vacías, el trapecio ya en su lugar, como si nunca hubiese tocado su cuerda. Di una vuelta, sumergiéndome en el eco de risas y aplausos que alguna vez llenaron el espacio.

El ruido distante de un auto capturó mi atención. Me acerqué a la taquilla, donde las cajeras contaban el dinero del día. A través de la ventana, vi el auto estacionarse solitario. Mi corazón se aceleró, no por el acto que acababa de realizar, sino por la figura que se bajó del vehículo.
Salí de la taquilla, mis pies me llevaban casi sin pensarlo hacia la figura que, como un imán, me atraía fuera del circo. Nuestros ojos se encontraron, y el tiempo pareció detenerse. Se acercó, su mirada recorriendo mi figura de pies a cabeza, marcando cada segundo eterno hasta sus palabras.
──No tenía a dónde ir, y por alguna razón, estoy aquí.
En ese instante, todo lo demás perdió importancia.




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