Capítulo Sesenta y ocho: A la Espera de un Milagro

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Leonardo

El trayecto en la ambulancia me pareció eterno. Solo escuchaba a los paramédicos hablando sobre el estado de Nadia mientras monitoreaban sus signos vitales. Uno de ellos se acercó para revisar la herida en mi brazo izquierdo. Me negué una vez más, pero el paramédico insistió, y admití que comenzaba a sentirme débil y mareado. Me revisó cuidadosamente, colocando un par de vendas para detener la hemorragia, esperando a que llegáramos al hospital para realizar el procedimiento adecuado.

Cuando la ambulancia llegó a urgencias, el paramédico que me había revisado la herida dio todos los detalles sobre el estado de Nadia. Los médicos la llevaron de inmediato a la sala de cirugía, alejándome de ella. A mí me guiaron a una de las camillas en la sala de urgencias para revisar mi herida, pero no podía estar tranquilo cuando estaba lejos de Nadia. Quería correr a alcanzarla, pero el médico y el enfermero que me estaban tratando amenazaron con sedarme si no me quedaba quieto. Sabía que no lo harían, pero sus miradas severas me hicieron dudar por unos segundos y ceder ante sus órdenes.

—Tranquilo. La bala solo rozó tu brazo, causando una herida profunda pero fácil de tratar —me informó el médico mientras colocaba puntos de sutura y vendaba la herida. El enfermero, mientras tanto, tomaba mis signos vitales—. Tienes suerte. Unos milímetros más y estaríamos hablando de algo mucho más serio.

A pesar del dolor y la preocupación, traté de mantenerme calmado. Sabía que Nadia estaba en buenas manos, y esa era la única razón por la que podía permitir que me atendieran. Cada segundo me parecía una eternidad mientras esperaba noticias sobre ella.

Cuando terminaron conmigo, me pidieron reposar unos minutos, pero la ansiedad me estaba matando. Quería saber cómo estaba Nadia; solo se la habían llevado y no logré alcanzarla.

Sentado en la camilla, revisé mi celular. Tenía llamadas perdidas de mis amigos y un sinfín de mensajes que estaba seguro de que no iba a contestar. Pasé la lista de llamadas perdidas y el contacto que más se repetía era el de Sam. Dudé unos segundos antes de marcar y llamar.

—¿Leo? ¿Dónde estás? —la escuché alterada al otro lado de la línea.

—Estoy... estoy en el hospital New York Heights. Nadia está en cirugía —logré decir, aunque el nudo en mi garganta me impedía hablar con claridad.

—¿Qué? ¿Cómo está ella? ¿Qué pasó? —Sam seguía insistiendo para que le diera la información, pero yo apenas podía hablar.

—Yo estoy... bien, pero Nadia... —hice una pausa y comencé a sollozar. Me sentía débil e impotente por no poder ayudar a Nadia en su estado.

—¡Dios mío, Leo! ¿Dónde estás exactamente? Vamos en seguida.

—En la sala de urgencias. Por favor, date prisa.

Sam cortó la llamada y volví a quedarme solo, intentando ocultar mis sollozos. No quería llorar, quería mantenerme fuerte y de mente fría para recibir cualquier noticia, pero estaba reviviendo los recuerdos de cuando mi hija falleció. No quería recibir malas noticias, quería buenas noticias donde dijeran que Nadia estaba bien y que había pasado cualquier peligro con éxito. Pero mi mente me jugaba una mala broma trayéndome ideas de perder a Nadia, y en todas yo perdía la razón.

Minutos más tarde, el médico que me revisó me dio el alta y me guió a la sala de espera, no sin antes decirme que todo saldría bien.

—Haz lo que te dije, mantente calmado. Ella está en buenas manos —me aseguró el médico antes de regresar a su labor.

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