CAPÍTULO DIEZ: Belcebú

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La sangre corre por mis manos como si fuese una cascada, deslizándose ligeramente y cayendo a mis pies. No sé de dónde proviene, o de quién es, sólo sé que está en mis manos.

Me siento tan... sucia, como si hubiese cometido algún tipo de delito. Miro a mi alrededor y lo único que veo son árboles. ¿Dónde estoy? Es la pregunta que susurran mis labios. Comienzo a caminar pasando árbol tras árbol. Llevo un vestido blanco que luce viejo y desgastado, cubre todo mi torso y me llega hasta las rodillas. Ni en mis peores pesadillas me pondría algo así. Hay demasiada sangre en él y no logro identificar si es mía o de alguien más.

Mi cabello rizado cae sobre mis hombros, no estoy acostumbrada a llevarlo así, normalmente lo vivo aplastando con la plancha de pelo. Intento caminar lento y con cuidado de lastimarme, sin embargo, todo se va al carajo en cuanto veo aquella casa. Comienzo a correr como si el fin del maldito mundo me estuviese persiguiendo. Fue tanta mi desesperación que hasta olvidé que iba descalza.

—¡AH! —grité con todas mis fuerzas.

Lo primero que sentí fue el ardor que los dientes me hicieron sentir al incrustarse por primera vez en mi piel y luego en mí carne. Me quedé helada. Ya no sentía nada. Quedé perpleja al ver en dónde tenía mi pie y la sangre que de él salía.

—¿Qué haces ahí?

Mis ojos se abren de repente y me encuentro con una realidad muy distinta a la que imaginé.

—Definitivamente has perdido la cordura.

Me sitúo en un lugar ya antes conocido y el hecho de estar aquí otra vez me da escalofríos.

—¿Bajas o te lanzas?

No le respondo. Sigo confundida.

—Bien, me da exactamente igual lo que hagas.

—Es que no sé cómo he llegado aquí... —expreso.

Él suspira.

—Supongo que con los pies, ¿no te parece?

Sé que es un idiota siempre, pero no me parece necesario que lo sea justo en estos momentos. Me bajo del murete y vuelvo a la normalidad. Ni siquiera había sido consciente del frío hasta ahora. Solo tengo la enorme camiseta de Rhys, que, gracias a dios, llegan a tapar un poco mis bragas. Después de eso no tengo nada más. Hasta voy descalza. Joder... estoy segura de que esto me va a pasar factura.

—Como que andas muy chistoso, ¿no? —me cruzo de brazos para darme calor.

Raziel saca una cajetilla de cigarros. Genial, todo el mundo fuma menos yo. Y es que ni siquiera me apetece, para mi es algo horrible. La primera vez que me obligaron a probarlo para cambiar de opinión casi me muero. Le había dado una calada tan profunda que hasta me ahogué con el mismo humo. Recuerdo que no podía para de toser. Jamás había pasado tanta vergüenza como aquel día.

—No, sólo fui coherente.

Se encoge de hombros y luego se enciende un cigarro. Verlo así a la luz de la luna... «nada, no me genera nada» Eso es lo que tengo que repetirme tres veces por segundo para hacerlo más creíble.

—Ya... —trato de ser fuerte, pero el frío me está matando. Sin embargo, no me apetece volver todavía—. No nos hemos visto mucho esta última semana.

Raziel camina hacia donde estoy yo y se apoya en el murete, mirando la ciudad. Le da una calada al cigarro y luego dice:

—Mejor.

Siento un pinchazo en el corazón, pero esta vez decido no darle importancia. Es una pena que sea un chico tan borde. A la gente le cuesta muchísimo trabajo poder entablar una conexión con él, ya sea de amistad o de otra cosa. El hecho de que sea así de cerrado y difícil complica las cosas, aunque, pensándolo bien, Hailey lo tuvo demasiado fácil, ¿no?

Prisionera del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora